El escritor Norman Mailer<br>

Opinión > Columna/Valentín Trujillo

Espías en el espejo

El desemascaramiento de Vivián Trías como informante para la inteligencia checa me trajo a la mente novela El fantasma de Harlot, de Norman Mailer
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25 de marzo de 2018 a las 05:00
La confirmación de que el prestigioso ensayista, historiador, dirigente socialista y legislador uruguayo Vivián Trías actuó durante más de una década como espía para el servicio secreto checoslovaco (conocido por su sigla StB) produjo mucho ruido en el ambiente académico y político nacional.
Los datos sobre lo que aún queda por profundizar, producto de una investigación sobre más de dos mil folios que Trías le entregó a los checos, serán motivos de mayor controversia y ayudan a hacer más compleja la figura del histórico líder socialista.

Pero la noticia acarrea otro elemento para nada menor: las relaciones entre los espías reales que pululaban por Montevideo en las décadas de 1940, 1950, 1960 y 1970. Las embajadas tenían sus agentes y sus agendas más o menos secretas, produjo de espías infiltrados en el país, algunos extranjeros y otras compatriotas. El escritor Felisberto Hernández, casado con África Las Heras –una espía (¿sin saberlo?) española al servicio de la KGB soviética–, tenía un espacio radial financiado por la CIA para denostar al comunismo internacional.

Bastante se ha escrito sobre Las Heras y, quizás, las actuales revelaciones promuevan y generen trabajos biográficos sobre Trías, pero todo el episodio me disparó un recuerdo literario.

Mi amigo Claudio Romanoff me prestó un gran libro hace el tiempo suficiente como para que esta columna también sea, de alguna forma un homenaje y a la vez un pedido de disculpas. Ese gran libro es El fantasma de Harlot, la novela más voluminosa (1100 páginas) de Norman Mailer. El libro aún está en mi poder y, si aún sirve de consuelo, Claudio, a buen resguardo.

Con indudable talento a través de un diálogo epistolar entre el personaje y una mujer espía a la que Hubbard le confiesa las minucias de su vida montevideana, Mailer mezcla personajes ficticios con personas reales que se vuelven figuras de papel en la novela, y retrata la vida cansina del Uruguay de mediados de los cincuentas, desde las playas marrones sobre el río, la rambla donde se vuelca la juventud, los ritmos culinarios y sociales de los uruguayos, y los comportamientos del personal de la CIA apostado en el país
Del millar de páginas del libro, más de doscientas transcurren en Montevideo, donde el espía Harry Hubbard (protagonista de la historia) recaló entre 1956 y 1959 para hacer sus prácticas para la Agencia, dentro del ámbito de la embajada estadounidense.

Con indudable talento a través de un diálogo epistolar entre el personaje y una mujer espía a la que Hubbard le confiesa las minucias de su vida montevideana, Mailer mezcla personajes ficticios con personas reales que se vuelven figuras de papel en la novela, y retrata la vida cansina del Uruguay de mediados de los cincuentas, desde las playas marrones sobre el río, la rambla donde se vuelca la juventud, los ritmos culinarios y sociales de los uruguayos, y los comportamientos del personal de la CIA apostado en el país: sus infiltraciones en instituciones teatrales, los golpes al Partido Comunista, sus conexiones con la policía y con buena parte del sistema político (sus evaluaciones del presidente Luis Batlle, al que llamar "demasiado prosoviético" y de Benito Nardone, sobre el que presagian un rutilante triunfo electoral).

Lo más curioso es que en el episodio montevideano de El fantasma de Harlot en dos oportunidades aparecen espías checos. La primera mención se refiere a una fiesta organizada en la embajada de la Unión Soviética, en la que marca presencia personal de la "República Socialista de Checoslovaquia". La segunda se conecta con la presencia en Montevideo del destituido presidente guatemalteco Jacobo Arbenz. Hubbard le informa a otro espía estadounidense que Arbenz había viajado desde Montevideo a Praga con ayuda de espías checos.

Mailer no era espía pero investigó durante años a la CIA y tuvo amigos espías. Los ingleses se vanaglorian de haber tenido en sus filas a dos grandes escritores, como Graham Greene y John Le Carré. Greene incluso llegó a afirmar con sorna en su autobiografía Vías de escape, que su carrera literaria había sido una gran cortina de humo para tapar su trabajo como espía.

Cuando se terminen de traducir del checo los dos mil y pico de folios que Trías mandó a Praga quizá pueda conformarse un material digno de abordaje por parte de la literatura. La sorpresa de su faceta secreta ya proyecta caminos narrativos.

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