Desde que Deng Xiaoping puso a China en la rampa de despegue como potencia mundial, que algún día podría incluso disputarle la hegemonía a Estados Unidos, los líderes chinos nos han dicho que no había de qué preocuparse, que su advenimiento como gran potencia sería pacífico, que lo de ellos era un “poder blando”, una cosa casi imperceptible; como el enfermero que anuncia, jeringa en mano, un pinchazo sin dolor.
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