Mundo > Incógnita a futuro

La crisis en Venezuela y una posición en Zugzwang

Se requiere una nueva jugada estratégica que haga que cualquier movimiento de Maduro para mantenerse en el poder empeore su situación
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02 de marzo de 2019 a las 05:03

Las opciones se van agotando para una salida a la crisis de Venezuela. El régimen de Nicolás Maduro ha ido cerrando una a una todas la vías de resolución pacífica y se aferra al poder, como antes se encargó de cerrarle al pueblo venezolano todas las salidas democráticas posibles. 

Ahora, para colmo, el tirano está envalentonado tras el fiasco del pasado fin de semana en la frontera. El sábado 23 iba a ser para los venezolanos, y tal vez para la comunidad internacional, “el Día D”: el del ingreso, por fin, al país de la tan ansiada ayuda humanitaria. Pero terminó convertida en otra tarde sangrienta del régimen, con varios muertos y con la comida quemada por los guardias; mientras Maduro bailaba otra vez sobre los cadáveres al ritmo de una salsa que suena cada vez más siniestra. 

Los días previos se había generado una gran expectativa; se hizo muchísimo ruido y la gente realmente se entusiasmó con la posibilidad de que, tras la entrada de la ayuda humanitaria, empezaría a caer el régimen. Un extraño voluntarismo se había apoderado de presidentes, diplomáticos, periodistas, artistas y de casi todos por igual. 

“Me parece que mucho concierto y poca estrategia”, me había dicho el mismo día José, el perspicaz camarero venezolano de la cafetería donde desayuno los sábados. Creo que fue el mejor resumen del fin de semana. En efecto, no hubo plan. Los militares cubanos al frente de la operación para impedir la entrada de la ayuda han de haber reído no poco en esas horas. +

En general, la oposición venezolana siempre ha sido demasiado voluntarista, sobre todo para enfrentar a un régimen entrenado en los métodos de la Stasi, que durante la guerra fría hizo célebre a la RDA entre los países del bloque comunista por llevar “la represión interna a la categoría de ciencia exacta”. 

Sin embargo, desde que el 23 de enero se proclamara presidente interino, Juan Guaidó había medido muy bien sus pasos y, sobre todo, había demostrado una gran habilidad para adelantarse varias jugadas al régimen. Parecía que siempre estaba sorprendiéndolos, siempre un paso adelante, siempre marcándoles la agenda. Justo el día que la luz de su irrupción en la oscura escena política venezolana cumplía un mes, recibió ese primer revés en la frontera. Por eso bailaba tan feliz Maduro y festejaba tanto Diosdado Cabello.

Para colmo de males, el traspié agarró a Guaidó fuera del país. Y al cierre de este artículo aún no había regresado; aunque su presencia en Brasilia, para una reunión con Jair Bolsonaro en el Planalto, hacía pensar que tal vez podría haber un giro en los planes del creativo joven dirigente venezolano. 

A esta altura, sin duda lo necesita. Maduro ya había empezado a tomar un poco de aire en los días previos a su victoria del sábado pasado, sobre todo gracias al fantasma de la intervención de Estados Unidos, algo a lo que algunos sinceramente temen en la región, como una regresión histórica, y otros simplemente agitan para apoyar abiertamente al autócrata venezolano libres de culpas y bochornos.

Señaladamente, la izquierda ha usado eso para volver a apoyar sin tapujos a un gorila que hacía ya un par de años se les había tornado demasiado impresentable para llamar amigo.

Ahora no importa tanto. Ahora Maduro puede encarcelar, matar, torturar y seguir con su disparatario habitual, que nadie se inmuta. O Delcy Rodríguez puede decir que la ayuda humanitaria son “armas biológicas” y que los camiones que quemaron es “otro falso positivo” y hasta algunos diarios de la izquierda rioplatense se lo sacan en primera plana. Todo vale con tal de combatir al imperialismo.          
Incluso sin ir tan lejos, ahora casi todos los países y cada vez que hay una reunión de ellos en el foro que sea, se encargan de dejar muy claro que rechazan “el uso de la fuerza” en la crisis de Venezuela.

Hasta el Grupo de Lima lo hizo en su última cumbre. Y eso, además de ser muy loable, es música para los oídos de Maduro y sus secuaces, que mientras no sientan la presión, se seguirán perpetuando en el poder.

Tampoco ayudan las bravatas y la guerra tuitera en que, un día sí y otro también, se enfrascan John Bolton y Marco Rubio con Cabello. El espectáculo suele ser bastante grotesco de lado y lado.

En general, para un humanista latinoamericano que se ha pasado la vida condenando las intervenciones de Estados Unidos en la región, no deja de ser una gran paradoja lo que sucede en Venezuela: Por un lado, una intervención allí —además, con los antecedentes recientes en esas campañas de Washington— aparece como un anatema. Por el otro, la permanencia de Maduro en Miraflores es también la permanencia de los presos políticos, de los torturados en el Helicoide y en el Fuerte Tiuna y de los muertos en las calles. Menudo dilema.

Sin embargo, esto recién lleva un mes; es mucho lo que se ha avanzado. De hecho, mucho más que en los seis años que Maduro tiene ocupando el poder. Y sobre todo, da la clara sensación de ser un proceso irreversible. Es cierto que ante tamaño ahorcamiento diplomático y económico cualquier dictadura ya hubiese caído. Lo que no quiere decir que no vaya a caer el mes que viene, o el siguiente. Si la experiencia del siglo XX sirve de algo, en las caídas de las dictaduras de izquierda, todo suele precipitarse muy rápidamente, porque estas resisten hasta el final; mueren con las botas puestas. Y así, no hay lugar a transiciones graduales, ni a entregas parciales o a salidas parcialmente tuteladas. Ahí cuando caen, se desploman.

De modo que no es tan descabellado pensar que Maduro y los suyos, bloqueados, embargados y desconectados como están, puedan implosionar cuando menos se lo espera. La clave es no anunciar más los planes por adelantado, con fecha, hora, lugar y lujo de detalles, como si esto fuera la Kermés de los sábados. Aparece por donde no se te espera, aconseja Sun Tzu, que algo de esto sabía.

A Maduro hay que ponerlo en eso que en el ajedrez (el juego de estrategia por excelencia) se conoce como Zugzwang, una situación en la que cualquier cosa que haga está perdido. Hacia allí parece hoy encaminarse el dictador caraqueño; llegará el día en que no tenga para dónde hacerse. Y si finalmente ese día se demora más de la cuenta y el régimen continúa apagando vidas y cercenando libertades a troche y moche, la región no tendrá más remedio que apelar a la responsabilidad de proteger.   

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