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La dañosidad de los estúpidos

La dañosidad de los estúpidos: escribe Luis Calabria
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13 de diciembre de 2023 a las 05:00

“Nunca atribuyas a la malicia lo que se puede atribuir a la estupidez”. Ese es básicamente el postulado del “Principio de Hanlon” o “navaja de Hanlon”. Este “Principio” habría tenido su origen en un comentario de Robert J. Hanlon en un libro sobre la ley de Murphy, aunque hay registros de la idea subyacente desde mucho tiempo antes.

Es que siempre ha querido el hombre escudriñar las razones del comportamiento de los otros hombres. En particular entender el “por qué” de algunos comportamientos que, en apariencia, están reñidos con el sentido común.

Un teólogo alemán, Dietrich Bonhoeffer, perseguido y asesinado por el nazismo, en los primeros años de la década del cuarenta escribió su Teoría de la estupidez y allí sentenciaba que “la estupidez es el enemigo más peligroso del bien”.

Para él la estupidez no se trataba de una deficiencia del potencial cognitivo, sino que estúpido es quien no cuestiona lo que le dicen, que es carente de criterio, que no atiende otras ideas, y que acata órdenes sin pensar. Algo así también sostenía Hanna Arendt respecto a Eichmann.

Para Bonhoeffer, por tanto, había un enorme peligro en la estupidez, porque había -y hay- cierta indulgencia frente a ella, ciertamente más que frente a la maldad explicitada. Lo vemos hoy, por ejemplo, en las redes sociales, donde muchas veces se “dejan pasar” comentarios estúpidos para no darle relevancia. Hay cierta benevolencia hacia el estúpido.

Años después, un economista italiano, Carlo M. Cipolla, un poco en serio y un poco en burla, estudió e hizo un diagrama para entender esto de la estupidez. Fue el autor de las cinco leyes básicas de la estupidez que constituye un verdadero esquema antropológico. Cipolla dice en su primera ley: “siempre, e inevitablemente, todo el mundo infravalora el número de estúpidos en circulación”. En su segunda ley consigna “la probabilidad de que determinada persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica”. Su tercera ley, la “de oro” porque define al estúpido, dice: “un estúpido es una persona que ocasiona pérdidas a otra persona o a un grupo sin que él se lleve nada o incluso salga perdiendo”. En la cuarta, sostiene que “los no estúpidos siempre subestiman el poder dañino de los estúpidos. Olvidan constantemente que en todos los momentos y lugares y bajo cualquier circunstancia tratar o asociarse con estúpidos siempre suele ser un error costoso”. Y la ley final dice que “una persona estúpida es lo más peligroso”.

En base a esas coordenadas, Cipolla distinguía cuatro tipos de individuos: el inteligente, el incauto o desgraciado, el estúpido y el malvado o bandido.

El inteligente es el que causa un beneficio a los demás y a sí mismo. El incauto o desgraciado beneficia a los demás y se perjudica a sí mismo. El estúpido perjudica a los demás y a sí mismo. El malvado perjudica a los demás y se beneficia a sí mismo.

Pero ¿qué busca el estúpido? Lamentablemente nada. Por eso es tan peligroso. Cipolla decía que el estúpido, a diferencia del malvado y el inteligente, no es consciente de su estupidez y coincide con Bonhoeffer: “una persona estúpida es más peligrosa que un malvado”.

Pero cuidado, Cipolla también expone que todo es cuestión de medida. Todos podemos entrar en esas categorías según el mayor o menor predominio de las características.

Otro italiano, Giancarlo Livraghi, también se sumerge en estos conceptos y saca tres conclusiones: que “los estúpidos no saben que lo son y por lo mismo son extremadamente peligrosos”; que “las multitudes como un todo son más estúpidas que un individuo aislado de la multitud”; y la final y más preocupante: “los estúpidos se vinculan instantáneamente”. Livraghi también ubicaba a la terquedad como un signo de estupidez. Cuando se busca más la coherencia y la apariencia que la verdad se ingresa en el terreno de la estupidez.

“El hecho de que el estúpido sea a menudo testarudo no debe cegarnos ante el hecho de que no es independiente. Al conversar con él, uno siente virtualmente que no está tratando en absoluto con una persona, sino con eslóganes, consignas y cosas por el estilo que se han apoderado de él. Está bajo un hechizo, cegado, maltratado y abusado en su propio ser. Habiéndose convertido así en una herramienta sin sentido, la persona estúpida también será capaz de cualquier mal y al mismo tiempo incapaz de ver que es el mal. Aquí es donde acecha el peligro del mal” escribía Bonhoeffer.

Otro autor, Crevari, concluye que cuando “la estupidez de una persona se combina con la estupidez de otra, el impacto crece de manera exponencial”. Y eso lo vemos cotidianamente. A diario vemos amorfas e imparables legiones enteras de envalentonados estúpidos ensorbecidos en su propia inconsciencia con una dañosidad social implacable.

Y lo peor que concluye Crevari es esta desalentadora idea: “la combinación de la inteligencia de diferentes personas tiene menos impacto que la combinación de la estupidez”.

En los últimos años del siglo pasado y comienzos del actual, Robert J. Sternberg, un estudioso sobre la inteligencia del ser humano, pretendió analizar por qué gente inteligente hacía cosas estúpidas. Encontró que entre las causas había distorsiones cognitivas, como un optimismo exagerado e irrealista, pretensiones omniscientes, omnipotentes y egocentrismo. Para él la inteligencia excede el saber enciclopédico, incluso la inteligencia práctica, y da una definición de sabiduría. Para el autor norteamericano la sabiduría supone la aplicación de un conocimiento guiado por valores hacia la búsqueda del bien común.

Como vimos, los autores que han analizado el tema advierten que ninguno está libre de sucumbir, según las circunstancias, a las garras de la estupidez y que ella es más peligrosa incluso que la maldad.

Cuando vemos en nuestra sociedad sectores enteros sosteniendo posiciones sin argumentos, actitudes de fanatismo, egoístas, soberbios y ególatras, propuestas sin fundamento, oposiciones sin sentido, la asunción de riesgos colectivos desmedidos, nos da la pauta del enorme “poder de fuego” que tienen las masas de estúpidos, que como advierten los autores, es muy superior al resto de la sociedad.

Hanlon quizás tenga razón: es más probable la estupidez que la maldad, pero cuidado, ella es incluso más peligrosa.

Los autores también suelen oscilar entre el optimismo y el pesimismo respecto a la defensa ante esas masas estúpidas. Creo que Sternberg nos da la señal para intentar entender y evitar, en lo posible, la colisión con una actitud estúpida -o con su portador- y es nada más y nada menos que el bien común. Allí donde hay una búsqueda del bien común hay no solo un resquicio ético, sino que además puede estar el antídoto contra la estupidez y los estúpidos.

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