Si no ocurre nada especial, en noviembre de 2024 los ciudadanos norteamericanos tendrán que volver a elegir entre Joe Biden y Donald Trump como candidatos a la presidencia. Será una especie de revancha de lo ocurrido en 2020, aunque ahora Biden será quien detenta la presidencia, con las ventajas y las responsabilidades que ello conlleva, y Trump será el desafiante a recuperar la Casa Blanca.
Este hecho que denota escasa renovación partidaria, sumado a la edad de los candidatos (Biden cumplirá 82 en noviembre de 2024 y Trump llegará con 78 años a un eventual segundo período presidencial) son señales de preocupación. Más aún si se considera que el 60% de los norteamericanos no quieren que Trump se presente como candidato y un 70% creen que Biden no se debería presentar a la reelección. Además el nivel de aprobación de la gestión de ambos candidatos es sumamente bajo. Biden tiene 42% de aprobación y Trump, a esta altura de su gobierno, tenía 38% de apoyo a su gestión.
Trump enfrenta además varios demandas judiciales, tanto civiles como penales y ha sido imputado por supuestos delitos de naturaleza federal. Hasta ahora las apariciones de Trump en los juzgados de New York, Florida y Georgia no les han jugado en contra. Al contrario, ha ganado publicidad gratuita y se ha podido presentar como víctima de una persecución judicial. Una especie de “lawfare” (guerra a través de los jueces) en su contra, a igual que reclama Cristina Kirchner, Jair Bolsonaro y Pedro Castillo.
Por lo demás debe notarse que estos procesos judiciales se desarrollan lentamente y no impedirán que Trump se presente a las elecciones. Tampoco lo impedirá el ser condenado. Y si las gana, aparentemente se podrá otorgar indulto a sí mismo. Hasta el momento, las acusaciones judiciales no parecen ni siquiera disminuir su popularidad entre los votantes republicanos, que es buena mayoría piensan además que la elección de 2020 fue una estafa en perjuicio de Trump.
Desde entonces, la grieta entre republicanos pro Trump y los demócratas pro Biden se ha ido ensanchando. Y ahora se extiende a temas en los que antes había cierto consenso como el apoyo de Estados Unidos a sus aliados, la necesidad de conservar la institucionalidad americana a toda costa, los beneficios del comercio internacional. Ahora, ni siquiera hay consenso o este se está debilitando en cuanto al apoyo de Estados Unidos a Ucrania frente a la invasión de Rusia. Y más vale escribirlo así, porque usar la expresión “la guerra en Ucrania” oculta por completo lo allí ocurrido donde hubo un invasor y un invadido que no pueden ponerse en pie de igualdad por más apoyo de Lula y el resto de los BRICS a la idea de que es una batalla entre iguales y con similares responsabilidades.
Pero más allá de estos temas, lo que realmente preocupa de la democracia americana en el período post Trump. En toda democracia que funciona correctamente y que respeta las principios republicanos del estado de derecho hay dos puntos que deben quedar por fuera de la discusión política. El primero es la independencia de la justicia y el segundo es la implementación de un sistema de votación a prueba de fraudes y, sobre todo, a prueba de sospechas de fraude.
Hasta 2020, hubo en Estados Unidos un consenso al respecto. Hubo sí, dos momentos complicados en tiempos recientes. Uno en 1960, cuando Nixon perdió frente a Kennedy en Illinois por 8.858 votos sobre un total de 4,8 millones en ese estado. Nixon nunca tuvo "la menor duda de que hubo flagrante fraude electoral". Pero sin embargo aceptó el resultado para no levantar dudas sobre la legitimidad de la elección de Kennedy. "El efecto, sería devastador para las relaciones internacionales de Estados Unidos", escribió en sus memorias el ex mandatario.
En las elecciones del año 2000, Al Gore perdió por escasos votos la elección del estado de Florida y ello le dio la presidencia a George Bush hijo. Gore, a diferencia de Nixon, decidió recurrir en vía judicial el resultado de Florida. Pero apenas la Suprema Corte de Justicia desestimó su demanda, llamó a Bush y reconoció la victoria del republicano. Hizo lo que correspondía: acatar la decisión del máximo tribunal aunque no le convenciera.
Trump, convencido de que hubo fraude en su contra al perder por escaso margen en varios estados donde había ganado en 2016, no aceptó el resultado y no reconoció a Biden como ganador. Apeló las elecciones de varios estados pero no aceptó las sentencias judiciales y además instruyó al vicepresidente Mike Pence para que no ratificara el resultado electoral en la sesión del Congreso que se realiza cada 4 años a tales efectos y que nunca fue controvertida. Ello llevó al famoso motín en el propio Congreso el 6 de enero de 2021. Motín por el cual, precisamente, se ha enjuiciado al propio Trump.
Para que una democracia, y ni que decir de una de las más antiguas y supuestamente más sólidas del mundo, pueda funcionar correctamente es vital no solo que las elecciones se celebren con transparencia y con todas las garantías disponibles para los participantes y la comunidad internacional, sino que además no dejen dudas sobre los resultados. O, como ocurrió en 1960 y 2000, si las hay, que las mismas se resuelvan por vía judicial.
Lo que no puede ocurrir es que el perdedor no reconozca la derrota y dude, no solo del sistema electoral, sino del sistema judicial cuando este no hace lugar a sus demandas. Y menos puede ocurrir que medio electorado piense que hubo fraude.
Sobre esa base y sobre las dudas en las decisiones judiciales, no se puede construir un régimen democrático sano. Y si Estados Unidos no arregla el problema de su sistema electoral para dar garantías a todos, se va a ir minando el respeto a las instituciones, con grave perjuicio para el país y para el mundo. Y se haría realidad la frase de Alexis de Tocqueville: “Cuando el pasado ya no ilumina el futuro, el espíritu camina en la oscuridad”.
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