En el palco, con una tímida sonrisa, el dueño del equipo apenas se limita a estrechar otras manos poderosas: negocio cerrado. Abajo, los inmigrantes. En el medio, los ingleses. Arriba, los petroleros. Una postal perfecta del nuevo mapa mundial del fútbol.
Negocios y Familia
En setiembre de 2008, el Abu Dhabi United Group for Development and Investment, con el jeque emiratí Mansour Bin Zayed a la cabeza, compró el 70% de las acciones del hermano menor y –hasta entonces– pobre del Manchester United, el Manchster City, un club sin mayores aspiraciones que había gozado de una primavera de esplendor a finales de los sesenta y nada más.
Incluso, en 1998 descendió a la Division Two: fue el primer equipo europeo ganador de un torneo continental (la Recopa de 1970) en caer hasta la tercera categoría. En 2001, los Citizens retornaron a la Premier League y no volvieron a bajar, aunque siempre manteniéndose lejos, muy lejos, de Chelsea, Liverpool, Arsenal o Tottenham, y sobre todo de los vecinos del United. En 2007, el club pasó a manos del magnate y ex PM tailandés Takshin Shinawatra, el primer multimillonario en intentar poner al City en los primeros planos, proyecto para el que contrató al famoso técnico sueco Sven Goran Eriksson.
Mansour Bin Zayed Al Nahyan (ese es su nombre completo) tiene sangre noble: es hermano de Khalifa Bin Zayed, emir hereditario, gobernante de Abu Dabi y presidente de los Emiratos Árabes Unidos, e hijo del jeque Zayed Al Nahyan, gran promotor de la formación de los EAU y –lo más importante– de su explosión petrolera: en 1958, un grupo de exploradores ingleses contratados por la casa real de Abu Dabi (la capital de los Emiratos) encontró una enorme reserva de petróleo en la zona, lo que convirtió a un Estado que vivía de la pesca en uno de los más ricos del mundo; se calcula que Abu Dabi produce al año más de 100 millones de toneladas de petróleo.
El mandamás del City, de apenas 41 años, estudió Ciencias Políticas en Estados Unidos, tiene dos esposas y cuatro hijos y una fortuna infinita: se estima que acumula 40.000 millones de euros invertidos en diferentes proyectos y más de 15.000 millones de euros gastables. Números inimaginables, casi abstractos, de la cara visible de un grupo que, además de petróleo y delanteros temibles, posee bienes tan variados como el 32% de la célebre empresa de tecnología y desarrollo aeroespacial Virgin, el edificio Chrysler de Nueva York, y la totalidad de la nouvelle aerolínea Etihad Airways. Además, solo a modo de ejemplo, el grupo realizó millonarias inversiones en bancos de Occidente (compró parte de Citigroup para socorrerlo tras la crisis inmobiliaria), en Ferrari y General Motors y en la industria del entretenimiento: los emiratíes de Abu Dabi también mostraron su chequera, sin escatimar en ceros, en varias producciones de Hollywood y Bollywood.
El presidente del City, Khaldoon Al Mubarak, hombre de confianza del jeque Mansour, es también jefe del Departamento de Asuntos Ejecutivos de los Emiratos Árabes Unidos. ¿Hasta dónde llega el vínculo del grupo con los Emiratos? Si bien las autoridades del Abu Dhabi United Group negaron estar bajo la órbita de la Abu Dhabi Investment Authority (ADIA), el fondo soberano más rico del mundo, se entiende que los parentescos y el trazo de las inversiones e intereses compartidos hacen que, detalles más, detalles menos, todos los negocios del emirato, los privados y los públicos, estén en manos de un clan.
A la larga, todo queda entre hermanos y primos. En un momento en el que por esta parte del mundo los gobiernos y las empresas se tiran de los pelos por quedarse con los recursos naturales y la explotación de algunos servicios, resulta llamativo, extravagante y hasta simpático lo que ocurre en los emiratos, especialmente en el más rico de los siete, Abu Dabi, en donde Familia (Real), Estado, Gobierno y Empresa son, prácticamente, la misma cosa.
Así, al mismo tiempo, Abu Dabi es un emirato y una ciudad –quizá la más rica del mundo–, pero también una gran multinacional que opera con sofisticados y elegantes nombres en inglés. Todos para uno, y uno para todos. Con todas estas facilidades, comprar superestrellas para el City parecía un juego de niños. El primero en arribar, ya sin Eriksson y con Mark Hugues en el banco, fue el brasileño Robinho.
Los 42 millones de euros pagados al Real Madrid avisaron que Bin Zayed, cuando prometió ubicar a su nuevo equipo como “el mejor club del mundo, delante del Madrid y del United”, no bromeaba. Para empezar a edificar su sueño, en diciembre de 2009 contrató nada menos que a Roberto Mancini, aclamado DT italiano que venía de ganar un tricampeonato con el Inter, y que la temporada siguiente (2010-2011) llevó a los Citizens a ganar la FA Cup y a clasificarse a la Champions League que acaba de ganar el Chelsea.
Pero para dar el gran zarpazo, aún, Bin Zayed y los suyos sentían que había que soltar algunos billetes más, y no se anduvieron con chiquitas: tras la salida de Robinho, se dieron el gusto de contratar a figuras como Carlos Tévez, Edin Dzeko, Yaya Touré, David Silva, Sami Nasri, Mario Balotelli o Sergio Agüero, el autor del gol del campeonato por el que pagaron un precio total superior a los 50 millones de euros. Según la revista especializada Four Four Two, los inversores del City ya llevan gastados más de 800 millones de euros entre fichajes y sueldos.
La pregunta, entonces, surge inevitable: ¿cuánto dinero debe ingresar en las arcas del City para amortizar semejante inversión? El club ya anunció pérdidas anuales superiores a los 100 millones de euros. Pero, por ahora, parece que hay billetera para rato.
El camino de Abramovich
El fútbol siempre estuvo asociado a los hombres poderosos. La lista de tipos influyentes que de un modo u otro colaboraron con los clubes de sus amores antes, durante y/o después de trascender en otros ámbitos es extensa y heterogénea, tanto que se podría escribir un libro sobre cada uno de ellos. Si elevamos la vista, es imposible no pensar primero en Franco y el Real Madrid o en Perón y Racing –cuyo hermoso estadio lleva su nombre– y sobre todo en Silvio Berlusconi: Il Bello es aún el presidente y accionista mayoritario del Milan, actividad que también desarrolló siendo primer ministro de Italia.
En esos años, sus detractores lo acusaron muchas veces de pretender tapar los desastres de su gestión nacional contratando grandes figuras para su club –maniobra que, de haber existido, fue absolutamente estéril. Otro político que presidió a un equipo (Barcelona de Guayaquil) mientras dirigía un país es el extravagante y momentáneo presidente de Ecuador –destituido por el Parlamento por “incapacidad mental”– Abdalá Bucaram. Súmenles a la lista a Jesús Gil y Gil, Mauricio Macri o Sebastián Piñera, otrora accionista mayoritario del Colo Colo chileno que tuvo que vender sus acciones del cacique ante las presiones de la opinión pública.
La lista es infinita, y también incluye colaboraciones no oficiales: desde las sombras, aunque con una influencia que nadie desconocía, los hermanos Rodríguez Orejuela, históricos jefes del cartel de Cali, cimentaron con sus narcobilletes al poderoso América de Cali de la década de 1980, llevándolo a disputar tres finales seguidas de la Copa Libertadores, la última de ellas en 1987, cuando un agónico gol de Diego Aguirre acabó con las ilusiones de un equipo que era capaz de comprar casi cualquier jugador sudamericano –y casi cualquier árbitro también–.
Más allá de las infinitas diferencias en cuanto a las motivaciones y los fines perseguidos, la forma y el estilo de conducción de estos hombres tuvieron un común denominador: eran hinchas de su club. Y los que no, al menos, trataban de disimularlo. En julio de 2003, un billonario ruso llamado Roman Abramovich –referente de un grupo de nuevos ricos que tras la Perestroika pasaron de manejar Ladas a navegar yates en el Mediterráneo– aterrizó en el fútbol alardeando una billetera infinita que en poco tiempo puso al Chelsea en la elite del fútbol mundial.
Abramovich, niño mimado de Yeltsin, comenzó a amasar su fortuna en dudosas privatizaciones tras la caída de la Unión Soviética, pero su riqueza recién se volvió grosera cuando, junto con Boris Berezovsky, formó la petrolera Sibneft a mediados de la década de 1990. Después, como todos, expandió el negocio: aluminio, telecomunicaciones y aeronáutica son algunos de los campos en los que Abramovich siguió creciendo hasta hacerse uno de los hombres más ricos de Rusia. En lo material, estaba pronto para comprar cualquier club del mundo. Pero en materia sentimental no contaba con un requisito que no se puede comprar, y cuya ausencia suele generar resquemor y desconfianza entre los aficionados: ser hincha del club, una carencia que se evidenció durante años cada vez que Abramovich “festejaba” un gol.
Pero, ¿qué le pueden objetar los hinchas del Chelsea a su Rey, que fue capaz de llevar a un equipo de mitad de tabla a ganar, en nueve años, más de una decena de títulos, incluida la última Champions League, con una inversión global cercana a los 2.000 millones de dólares? Quizá ellos no, pero el resto sí.
Abramovich se convirtió en el paradigma de un nuevo modelo de conducción que los más románticos futboleros nunca terminaron de digerir, en el que al propietario de un equipo le resulta más fácil firmar un billete por 40 millones de euros que, simplemente, gritar un gol. Business are Business. Lo sabe muy bien Malcolm Glazer, el multimillonario americano que en 2005 se hizo con la mayoría de las acciones del Manchester United y que nunca –nunca– pisó Old Trafford, detalle que, entre otros (incapacidad de resolver la crisis financiera del club, falta de visión para reinvertir los casi 100 millones de euros de la venta de Ronaldo al Madrid), estimuló la campaña popular “Love United, Hate Glazer”, la frase más repetida por los fans del United, un equipo que, a pesar de todos sus laureles, tiene un marcado origen popular.
Por las dudas: Glazer, entre sus innumerables negocios, también comercializa crudo. Los petrodólares seguirán fluyendo. Como Mansour Bin Zayed, Abramovich o Glazer, varios sheiks se lanzaron a la compra de clubes europeos pensando a lo grande. El año pasado, el 70% del famoso Paris Saint Germain pasó a manos de un grupo cuya cara visible es Tamim Bin Hamad Al Thani, príncipe de Qatar. El cuarto hijo del emir ya invirtió unos 80 millones de euros en el club parisino, casi la mitad de ellos en Javier Pastore, el crack argentino que llegó del Palermo por 43 millones de euros, la transacción más alta de la historia del fútbol galo.
Luego, fueron por varias estrellas de renombre internacional, entre ellas Diego Lugano. El PSG hizo una muy buena campaña pero quedó detrás del Montpellier, que por primera vez en su historia ganó Le Championnat.
El dinero –a veces– no lo puede todo.
Asimismo, el modesto Málaga, un pequeño club andaluz acostumbrado a subir y bajar, acaba de terminar cuarto en La Liga BBVA y participará, por primera vez en la historia, en la previa de la Champions. ¿Quién está detrás del equipo en el que juega el delantero de la selección Sebastián Fernández? Abdullah Ben Nasser Al Thani, un qatarí primo del dueño de PSG cuyas motivaciones, según manifestó, son meramente económicas.
El fútbol parece el negocio de moda. Es una oportunidad para ganar mucho dinero, sin dudas, pero también se presenta como una plaza tentadora para ricachones aburridos con ganas de aparecer en las fotos y, por qué no, de limpiar algún que otro billete. Por cualquiera de esos motivos, o por todos ellos, más petromagnates se siguen sumando a la lista de mecenas en el fútbol.
El más reciente de entre todos los “nuevos Abramovich” es Suleiman Kerimov, millonario petrolero de la república rusa de Daguestán en cuya capital, Makhachkala, juega el Anzhi, su último capricho. Para llevar a este equipo absolutamente menor de la Premier League rusa a los primeros planos, el flamante dueño del Anzhi contrató a estrellas como Roberto Carlos y Samuel Eto’o, que en el último verano europeo, y en una polémica transferencia, dejó el Inter de Milán para mudarse a Moscú (los jugadores entrenan en la capital y solo viajan a Daguestán los días de partido) a cambio del mayor contrato del fútbol mundial: 20 millones de euros anuales.
El dinero –a veces– lo puede todo.
La resistencia de la vieja escuela Los que resisten, por ahora, son los grandes de España. Los fans de Barcelona y Real Madrid inflan el pecho cada vez que surge el tema: a pesar de sus poderosos equipos –quizá los mejores del planeta– no necesitan de la intervención directa de un grupo inversor para seguir adelante con sus inmensos proyectos deportivos. Otro caso parecido, aunque aun más idílico, es el del Athletic de Bilbao, que no solo pertenece a sus socios sino que, también, a su tierra: sin contratar jugadores no vascos, y con un equipo mayoritariamente juvenil formado en San Mamés, el equipo de Marcelo Bielsa llegó a la final de la Europa League jugando un fútbol virtuoso, dinámico y ofensivo y eliminando con contundencia, por ejemplo, al Manchester United.
Pero no fue el amor y la pasión de los socios de estas instituciones lo que les permitió –junto al Osasuna– ser los únicos equipos no privatizados del fútbol español: en 1992, la Ley del Deporte obligó a los clubes que habían dado pérdidas en el último lustro a convertirse en sociedades anónimas deportivas. Solo zafaron estos cuatro equipos. Sin embargo, la mayoría de los clubes privatizados arrastran gigantescas deudas, y muchos de ellos debieron ser observados e intervenidos nuevamente. El United sufre una enorme crisis financiera, y el City sigue siendo, por ahora, un negocio inviable.
¿Cómo terminará, entonces, esta historia? ¿Llegará el día en el que, como en la NBA, las principales ligas europeas pongan topes a las inversiones para no desvirtuar la competencia? ¿Quién o quiénes serán capaces de ponerle coto a tantos billetes frescos en este difícil momento de la economía mundial? ¿Será que llegará el momento en el que ningún equipo sin un multimillonario detrás logre ser realmente competitivo? El tiempo, como siempre, nos dará las respuestas.
También en casa
Los petrodólares no solo inciden en el mercado europeo. En las últimas décadas, algunos países del golfo arábigo se han convertido en plazas muy apetecibles para jugadores y técnicos de renombre. Uno de los casos más representativos es el de Jorge Fossati. El ex entrenador de la selección nacional firmó con Al-Sadd de Qatar tras la eliminación para el mundial de Alemania. Su exitoso paso por este club, con el que obtuvo la Liga 2006-2007, lo llevó a dirigir a la selección qatarí.
Tras retornar a Sudamérica para dirigir a Liga de Quito e Inter de Porto Alegre, Fossati volvió a la región para conducir al Al-Shabab de Arabia Saudita, pero recién alcanzó la gloria en su vuelta al Al-Sadd, con el que ganó la Copa de Asia y obtuvo un histórico tercer puesto en el mundial de clubes de 2011. Al-Sadd se quedó sin Fossati, que firmó con Cerro Porteño, pero contrató al astro español Raúl.
Tras los pasos de Fossati, llegó a Qatar Diego Aguirre para dirigir Al-Rayyan, después de la recordada y polémica salida de Peñarol en la que incluso se hicieron públicas algunas cifras del contrato (se hablaba de un millón de dólares anuales libres). Más allá del poder de los billetes, la conexión europea fue, según allegados al exgoleador, un factor que también sedujo a Aguirre: el jeque Al Thani, dueño del Málaga, es socio honorario de Al-Rayyan, además de primo del mandamás del PSG.
En Dubái, Maradona dirige al Al-Wasl, club con el que firmó un contrato millonario y que también llevó al uruguayo Juan Manuel Olivera, además de a varios jugadores argentinos. ENCASTRES Mansour Bin Zayed tiene dos esposas, estudió en Estados Unidos, es hermano del presidente de los Emiratos Árabes e hijo del sheik que descubrió el petróleo en Abu Dabi Abramovich se convirtió en el paradigma de un nuevo modelo de conducción en el que al propietario de un equipo le resulta más fácil firmar un billete por 40 millones de euros que gritar un gol