Opinión > ANÁLISIS

La grieta entre estatismo y democracia

El populismo y la teoría del poder por el poder mismo crearon un sistema incompatible con la libertad y el derecho
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19 de marzo de 2019 a las 05:01

Cada vez más sociedades están marcadas por los tajos de los reclamos y debates que se profundizan hasta el odio. Los spin doctors de la política descubrieron hace mucho que, para exacerbar la emocionalidad del voto, es bueno azuzar el miedo, el odio o la venganza para transformar al votante en fanático y así lograr que no se noten defectos y contradicciones propias. Recuerda pedestremente al fútbol, donde el fanatismo es esencial para que el espectador no advierta el pobre producto que obtiene por la entrada que paga. 

La excusa de un enemigo externo, de una clase opresora, de conspiraciones internacionales, de ataques a la soberanía, de explotación del hombre por el hombre, fueron argumentos que abrieron paso a enormes barbaridades, guerras y tiranías, y que muchas veces llevaron a los pueblos a suicidarse al endiosar, tolerar, idolatrar o votar a dictadores sanguinarios que se apoderaron de sus libertades y sus destinos. 

En la instrumentación de esos procesos siempre se necesitó de un estado grande. Tal ha sido la constante en la historia moderna. Fascismo, nazismo, comunismo o cualquier golpe de estado latinoamericano bananero, con cualquier tendencia o ideología. 

La democracia pareció representar la solución a todas las grietas, al encausar las disputas en un sistema que zanjaba las diferencias y ponía fin al caos continuo al par que apuntaba la voluntad colectiva hacia un rumbo común. Hasta que los políticos comenzaron a usarla con el único propósito de tomar el poder, o sea el Estado. Dueños del aparato estatal, procedieron a agrandarlo, a extender sus manos sobre toda la sociedad con la excusa de protegerla, como describiera premonitoriamente Tocqueville. 

Ese copamiento del Estado y su agrandamiento aumentó drásticamente la presión y prisión impositiva sobre los contribuyentes y fue coartando las libertades, siempre bajo la consigna del bien superior, la equidad y la justicia social. En menos de un siglo, el gasto de los países con relación al PIB se duplicó como mínimo. La ley, en vez de asegurar la libertad y la convivencia, pasó a crear obligaciones sin derechos, y derechos sin obligaciones. La democracia se volvió demagogia -o populismo- siempre restringiendo libertades y el derecho del individuo frente a ese estado. 

El estrepitoso derrumbe del comunismo hizo soñar con que se volvería a los principios fundamentales de Occidente, esperanza que se aventó rápidamente. La ex-URSS y China descubrieron que para generar riqueza había que copiar al capitalismo. Y el mundo libre descubrió que el mejor negocio político era confiscar y repartir esa riqueza como lo hacía el socialismo. Eso se reflejó en el crecimiento del estado y su gasto. También en una limitación a las libertades disfrazada de solidaridad, compliance, bienestar, inclusión financiera y otros eufemismos que lucen justos a primera vista.  

Los políticos, a través del estatismo omnipotente y omnipresente, controlan las dádivas, el reparto, las exacciones, el populismo y la corrupción. En esa línea, fogonean ahora la idea delirante de un salario universal pagado por los contribuyentes, un invento europeo apoyado luego por los billonarios americanos culposos, que terminará en saqueo fiscal y quiebra. La democracia ya no es un sistema por el que el individuo elige su gobierno, sino un mecanismo mafioso mediante el cual los políticos se hacen del control del estado gigante. (No, esta definición no se refiere a Uruguay, o a Argentina, sino que es global). 

La grieta de base se produce entre una mayoría que, ejerciendo su supuesto derecho humano, quiere vivir a costa de una minoría que todavía produce, trabaja, crea, da empleo, se arriesga, estudia, se sacrifica y produce una riqueza que le quieren quitar, y esa misma minoría que es sometida y abusada por el voto. El derecho de unos a vivir como les parezca implica la obligación de otros de mantenerlos. 

La popudemocracia actual es nocivamente selectiva y no respeta a esa minoría a la que ordeña y desangra, respeta en cambio a otras seudominorías, que nacen como hongos, presionan y extorsionan al monstruo estatal para que cambie la realidad y a veces el orden de la naturaleza en nombre de sus derechos, y que obligan a la minoría productiva a costearlos económicamente. La demagogia complaciente desemboca en situaciones absurdas como el brexit, o como la elección de Trump, verdaderos Frankenstein. Y culmina con separatismos delirantes, o con chalecos amarillos que destrozan París en nombre de reclamos múltiples y contradictorios, que pasan por encima de los gobiernos legítimos y aún de la decisión de los votantes. Minorías de la prepotencia, no de la democracia.  

No hay una grieta, hay cientos de grietas inventadas colgadas de las redes sociales y las marchas, tironeando del estado gigante para imponer su voluntad, extorsionando al sistema corrupto, cobrándole un peaje. Como los reclamos de igualdad o invención de género o de preferencia sexual, que en todo caso deberían ser decisiones personales, no imposiciones legales a la sociedad. 

El vencedor en las urnas no respeta a la minoría violada que paga la factura, que no tiene modo legal de evitarlo. En cambio, cuando el resultado del voto no conviene a las seudominorías, éstas pasan por encima de las mayorías y las atropellan. El estatismo ha devorado a la democracia y paga el precio de tener que ceder a la extorsión de las minorías inventadas. Todo financiado por el sector que paga todas la cuentas, que no tiene derecho alguno en el sistema. 

Entre el estatismo vencedor y la democracia sometida, se abre la grieta final, la puerta del infierno que devora al individuo y lo transforma en masa. 

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