POR VALENTÍN TRUJILLO
Una vez, conversando con un empresario del vino amigo de Sacarcorchos, escuchamos de su boca la frase: "Desconfiá de un sommelier flaco". Porque son muchos los que hablan de maridar comidas y vinos, que hablan del buen comer, que las maravillas de los platos y sus acompañamientos, pero presentan un estómago flácido como un reloj de Salvador Dalí.
La norma indica que para saber de gastronomía hay que ostentar un vientre abultado, una panzaorgullosa, que se haya formado mezclando carnes rojas con tannat, quesos duros y hongos con sauvignon blanc, pescados fritos, a la parrila o al horno con sauvignon blanc o incluso algún rosé. Y los postres, imprescindibles, regados con nu buen espumante o con un oportuno oporto.
Claro, siempre está la excepción que confirma la regla, como el genial Anthony Bourdain, un tipo alto y relativamente flaco.
Pero son los menos. El que quiera opinar con criterio, debe pesar por lo menos cien kilos. Debe tener un estómago acostumbrado al bombardeo, al aguante de varios platos y varios vinos.
El que se quiera formar en las lides de la comida y la bebida debe quedar como la letra D. Si no es así, hay que hacer el gesto con la nariz a un costado y desconfiar.
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