Desconsolado, aprieto fuerte el caño contra la sien para que el disparo salga justo y decidido. No sea cosa que, además de no morirme, quede estúpido o paralítico. Si dudo tanto y si me tiembla la mano es porque la religión y la literatura me prometen un castigo eterno. Condenan al suicida a un permanente sufrimiento, congelado en un solo momento infernal. Para siempre.
La culata del revolver me transpira en la mano. Es mi mano la que transpira pero ya siento como si el metal se hubiera fundido en la piel. Quiero que todo se termine enseguida. Se ha dicho que el suicida es un individuo más impaciente que filosófico porque a todos nos llega demasiado pronto la muerte. Y es cierto. Pero yo estoy muy apurado.
Le tengo miedo al dolor ¿Dolerá? Para apretar el gatillo tengo que convencerme de que después de la muerte solo me espera el silencio y el alivio de la oscuridad. Que no hay condena posible ni repeticiones infernales.
Parece que hace una eternidad que me está temblando el arma en la mano. Parece que hace una eternidad.
Y de pronto advierto que eran ciertas todas las advertencias sobre el eterno retorno que espera a los suicidas. De pronto me doy cuenta, no sin horror, que hace solo cinco minutos que me pegué el balazo. Que no habrá paz ni silencio. Que, desconsolado, aprieto fuerte el caño contra la sien para que el disparo salga justo y decidido...
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