Opinión > COLUMNA/ VALENTÍN TRUJILLO

La mudanza es mucho más que un movimiento físico

Es un un viaje sentimental que deja al cuerpo y al espíritu al borde de sus fuerzas; la salvación está en los libros
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06 de octubre de 2019 a las 05:00

"En el principio, fue el caos”, dice uno de los versos más demoledores escritos jamás por el ser humano. El caos como germen, el caos como inicio de un camino posible; como tragedia, sí, pero también como posibilidad. Esas palabras me vienen a la cabeza en el momento de una mudanza, cuando los objetos de uno quedan encajados durante días, llenando living y cuartos de olor a cartón, conformando de a poco el calor del hogar que pronto se abandonará en un gélido iglú de recuerdos que se desvanecen cada día a mayor velocidad. Qué ingrato es el habitante, cuán rápido olvida. Pasar y no dejar. ¿Es posible? 

La casa que se deja queda desguarnecida, vacía en su sentido más total: sin nada, salvo los ecos de las voces de los que vivieron y durmieron entre esas paredes varios años. Los muros ya no tienen cuadros ni bibliotecas ni papel ni tela ni afiche que amortigüe los sonidos. Aparecen los objetos detrás de los muebles intocados por años, las expresiones de sorpresa o las risas mínimas. La familia en fuga asemeja a las de Viñas de ira, que meten todas sus pertenencias en un camión y parten hacia otro horizonte. 

La carga y la descarga agotan, llevan al cuerpo hasta extremos. Los músculos se tensan, las piernas objetan resistencia, la cabeza se enceguece. Los movimientos son automáticos, porque se desea dejar atrás, porque se busca otro destino. La llegada al nuevo hogar tiene una simetría opuesta pero similar, con la diferencia que lo descargado forma en los espacios nuevos un desorden parecido al de un naufragio: de nuevo el caos al que poner un orden que aparenta estar muy lejano, un caos que vuelve a desbordarnos, a mandarnos a acostar en medio del mismo puzle de cajas. De noche, las distancias son complejas y nuevas, el cuerpo no se acostumbra ni a ruidos ni a luces, las dimensiones se alteran como por magia y el alma se queda cavilando, sometida a una crisis de afectos y de cansancio. 

Por varios días sucesivos, hay que acostumbrarse a pestillos nuevos y llaves de luz que no están donde se estira la mano, hornallas en otro rincón, canillas que no palpamos, o el misterioso ropero que se fundió en la pared. Eso sucede puertas adentro, pero hacia afuera el escaparate de nuestros rostros debe saludar a los nuevos vecinos, a los que ya molestamos en la puerta, en el ascensor, en la entrada, en el garaje. Debe acostumbrarse al nuevo barrio, aprender los nuevos servicios. 

Ingrata la mudanza: la primera impresión de los otros es casi siempre negativa. En algunos países, más compasivos que el nuestro, a los recién llegados –a sabiendas de que atraviesan una situación compleja– se los recibe con una fiesta y un brindis, como nuevos vecinos parte de una comunidad ya formada que los integra. Yo no pedía eso, pero tampoco el enojo o la agresividad injustificada del que pernocta a una pared de ladrillos de distancia. 

El cuerpo pide tregua, la mente divaga, la mirada queda clavada en cualquier mota de tierra, en el más insólito objeto. Duele mover el alma. Hay quienes dicen que la adaptación dura meses. Cuando el alma está a la deriva, cuando todas las rutinas se alteraron, cuando el sueño y la vigilia mantienen aún la mezcla de espacios, es necesario un timón. 

¿Dónde encontrar la salvación, sino en los libros? En el mar de cartón de las cajas de embalaje, los libros aparecen como si fuesen regalos de alguien querido que nos los manda desde lejos. Abrir las cajas y encontrar a los viejos amigos es una fuente de felicidad inmensa. Los libros nos bajan a tierra, nos equilibran de nuevo, nos dejan en una isla segura a salvo del oleaje del caos. Libros recuperados, que ni siquiera recordábamos, que nos trasladan a ficticios sitios distantes o cercanos, que ayudan a cicatrizar la herida del cambio. El refugio en la página es el mejor antídoto para cuando aparece el ocaso interno. De a poco, como una gruesa soga, los libros vuelven a sacarnos a la superficie de un nuevo hogar, y descubrimos, cuando todo vuelve a su cauce, que casi no nos movimos. 

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