Eutanasia

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La sombra de Dios

Estos días de debate sobre temas como la eutanasia han sido ocasión de medir el aceite a la profundidad de pensamiento de nuestra sociedad. En qué nivel está la intelligentsia uruguaya
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27 de octubre de 2022 a las 20:39

Juan Carlos Carrasco
Especial para El Observador

Estos días de debate sobre temas como la eutanasia han sido ocasión de medir el aceite a la profundidad de pensamiento de nuestra sociedad. En qué nivel está la intelligentsia uruguaya. Cuán coherentes y rigurosos son nuestros razonamientos, que nos aseguren que estamos tomando las decisiones correctas, como país. 

Por eso tomo el tema de la eutanasia, que es el más reciente. También se podría tomar el tema del aborto o del matrimonio igualitario. El argumento fuerte de los que han presentado el proyecto es que la persona es libre y tiene el derecho de acabar con su vida en determinadas circunstancias. La libertad es el máximo valor en juego, lo demás es consecuencia. Como dijo un periodista de este diario, con la aprobación del proyecto en Diputados, hemos dado un paso hacia la libertad. 

Según este argumento, la eutanasia nos haría más libres, porque ahora podemos disponer del final de la vida si se presentan las condiciones. Ya habíamos conseguido disponer del comienzo de la vida, a través del aborto, a partir de la misma razón, que es el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo.  O sea, que somos más libres porque hemos adquirido, como sociedad, un poder sobre el inicio y el final de la vida. Nacen quienes dejamos nacer, y mueren quienes dejamos morir. Hemos adquirido señorío sobre la vida. No significa que haya obligación de aplicar el aborto o la eutanasia, pero tenemos el poder de hacerlo. 

Este es a mi entender el razonamiento que se ha usado. Será al menos el de la mayoría de los legisladores, si se aprueba el proyecto. Pero cualquier razonamiento, para ser verdadero, debe partir de una evidencia, de una verdad inobjetable que sea patente a todo el mundo. La fuerza de la evidencia es la fortaleza del razonamiento. Y en este caso, hemos tomado como evidente algo que no lo es: que somos dueños de la propia vida. Ahora bien, las evidencias van en sentido contrario. Nadie se ha dado la vida a sí mismo. En todo caso pertenecería a quienes lo engendraron, pero ni aún así decimos que alguien sea dueño de otro. Tampoco somos dueños de los primeros años de vida, sino absolutamente dependientes, y no sobreviviríamos si dispusiéramos solo de nuestra capacidad. Cierto que con el tiempo vamos adquiriendo algunas habilidades, porque aprendemos lo que otros nos enseñan. Quizás al promediar la vida podemos hacer algún aporte más valioso. Pero ya al declinar la vida nuevamente empezamos a depender de los demás, de modo creciente, hasta la última  etapa, en que tampoco sobreviviríamos si no es por un sistema de cuidados. El concepto del “self-made man” es engañoso porque solo podría aplicarse en la plenitud de la madurez y de la salud, si es que alguien llega a tenerlas en algún momento.

¿Por qué se afirma entonces que somos dueños de la propia vida y podemos ponerle fin cuando tenemos una enfermedad terminal o cuando sufrimos dolores insoportables? Hay que esforzarse en cerrar los ojos a la evidencia para aceptar ese argumento. Pero sí creo que hay una razón para explicar semejante desatino y es que nos vemos obligados entonces a buscar un autor de la vida. Y ese no puede ser otro que Dios. Pero eso supuestamente no se podría decir en el ámbito público, porque hay personas que no lo aceptan y, en atención a ellas, no se puede poner a Dios como causa de algo. En una sociedad laica como la que se ha entendido hasta ahora, no se puede argumentar que algo es intocable porque pertenece a Dios. Quedamos así encajonados entre la evidencia de los hechos y el supuesto respeto a los que piensan distinto, y debemos elegir entre ir contra la evidencia o ir contra los demás. 

El estado actual del laicismo no permite evolucionar a formas más libres y más auténticas. Yo creo que cuando se acuñó esta ideología, en el último tercio del siglo XIX, el nombre de Dios estaba “monopolizado” –si se permite hablar así– por la Iglesia Católica. Y el esfuerzo por quitar poder a la Iglesia, que se había desbordado, obedeciendo entre otras a razones del pasado, se transformó en un desplazamiento de Dios en todos los ámbitos. El efecto ha sido que hoy se identifica hablar sobre Dios y ser católico. Es necesaria una actualización del concepto de laicismo en un escenario en que la Iglesia Católica es minoritaria. 

¿Qué sucedería si se mantiene este “statu quo”? Serían varias las consecuencias negativas. Habría temas tabú en el ámbito público, por considerárseles ataques contra la paz social.  Se establecería una censura a quienes no respeten el silencio laico. Además, se estaría identificando la postura teísta con la fe católica, con injusticia para los primeros, que conviven pacíficamente con la existencia de un Ser Superior.

 Y sería injusto también para los católicos, discriminados por su fe religiosa. Pero una de las consecuencias más penosas sería vaciar de contenido la cultura en aras de una ideología que no comprende que Dios es esencial al debate público y que impedir que se discuta sobre él no hace más que estancarnos en la pobreza intelectual.  
 

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