Eduardo Espina

Eduardo Espina

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La vida es demasiado breve

El tiempo de la lectura no detiene el paso del tiempo, pero le otorga a la existencia humana una sagrada lentitud
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02 de diciembre de 2019 a las 05:01

Lo único que tengo para recriminarle a la vida, es que ha sido demasiado corta. He llegado a cierta edad, en la que presiento que todo, pasado y presente, memoria y futuro, puede acabarse de un momento a otro, como de hoy a esta misma tarde, o mañana temprano. Supongo que el aumento del sentido de vulnerabilidad tiene que ver con el implacable paso del tiempo, que roza y apabulla, oxida. Ayer justamente, me levanté pensando en todas las cosas que tengo aun ganas de hacer, y sin embargo, no sé si voy a tener tiempo para hacerlas. Las asimetrías entre deseo y realidad pueden ser enormes. Por ejemplo, tengo empezados cuatro libros, muy buenos todos –si no me lo creo yo, quién entonces–, que están por la mitad. ¿Me dará el tiempo para poder terminarlos y corregirlos? De una cosa estoy muy seguro: el tiempo no da nada, quita.

El otro día me decía un lector, “pero usted se ve todavía joven”. Gracias. Le dije que las fotografías mienten más que los políticos. Las fotos pueden mentir, pero la vida no. La primera factura que pasa es a nivel de conciencia de realidad: hay deseos que no podrán ser cumplidos, no porque hayan caducado o perdido vigencia, sino por la falta de tiempo para hacerlos cumplir. Si con la cantidad de deseos que tiene la gente y que nunca se cumplen se pudieran hacer nubes, nunca veríamos el sol. Me levanté pensando también eso, y que tiene que ver con lo que un día me dijo un querido profesor: “Un día te vas a levantar y no vas a tener ganas de seguir trabajando. Ese mismo debes jubilarte y dedicarte a hacer lo que no pudiste hacer antes”.

Antes de que esta vida acabe, pues todo lo que comienza algún día también termina, no quiero comprarme una casa lujosa ni un auto costoso Made in Germany, sino cumplir otros deseos menos materiales, como leer todos los libros que he venido acumulando y cuya lectura, por una razón u otra, he debido postergar. Están todos ahí, esperándome. Debo prestarles atención cuanto antes, pues, según me han dicho, tampoco en la otra vida habrá tiempo para leer y anotar las grandes frases y pensamientos que uno va descubriendo, porque leer es un viaje a la mente y al alma de otro. En la bibliografía que me espera –su paciencia y fidelidad son admirables–, están en lugar privilegiado todos los libros de Joseph Heller, uno de mis escritores favoritos, de quien el próximo 12 de diciembre se cumplen 20 años de su muerte.

Tiempo atrás fui a visitar su tumba en el cementerio de Cedar Lawn, en East Hampton, estado de Nueva York, a dos horas y pico de la ciudad. Soy un turista pésimo, pero un excelente visitante de cementerios. Hay algo ahí que me interesa, tal vez sea el silencio sepulcral, que no es igual al que hay en otros lugares. Este es un silencio que habla en un idioma que algún día estaré obligado a aprender. Comparado con otros autores contemporáneos, Heller escribió poco, por lo tanto, si el cuerpo me ayuda –la mente sé que sí– podré terminar de leer su obra completa antes que mi vida complete sus días.

Visité la tumba de Heller poco tiempo después de leer la notable biografía escrita por Tracy Daugherty, Just One Catch: A Biography of Joseph Heller, tan buena y rigurosa como las otras que hizo también sobre dos escritores de primer rango: Hiding Man: A Biography of Donald Barthelme  (2009) y The Last Love Song: A Biography of Joan Didion (2015). Entre la pila de libros que esperan, hay una cantidad de biografías sobre escritores que me han acompañado en este viaje, las que suelo de leer de noche, para confirmar que la vida en la literatura es mejor que en la realidad.

Joseph Heller (1923-1999) es autor de un libro extraordinario, Trampa 22, una de las mejores novelas estadounidenses de posguerra. Años atrás, en el recordado suplemento Culturas que acompañaba los martes la edición de este diario, se publicó una entrevista con el autor del libro, quien fue piloto militar durante la segunda guerra mundial y que vio acción en 60 misiones de bombardeo. En la entrevista, Heller decía que la literatura “es aquella buena frase que de pronto aparece”. Claro está, los buenos y grandes libros deben tener más de un buena frase para estar algunos escalones por encima del resto.

Delirante y satírico relato sobre la segunda guerra mundial, Trampa 22 está lleno de frases notables que convierten al libro en lectura imprescindible para quien quiera aprender a escribir prosa. Como toda literatura magnífica, no fue fácil adaptarla al cine, por lo que la versión que llevó a la pantalla Mike Nichols, realizada nueve años después de la publicación de la novela, se quedó corta, por la sencilla razón de que la grandeza de Trampa 22 no está en el material anecdótico, sino en el lenguaje empleado para contar la historia. El libro, primera novela de Heller, tiene una interesante historia detrás, pues quien hizo la edición, esto es, quien tuvo a su cargo la lectura, supervisión, corrección y reescritura del manuscrito, el legendario Robert Gotlieb, le hizo un montón de sugerencias a Heller para mejorar la calidad del original, todas las cuales fueron aceptadas sin reparos por parte del entonces joven novelista.

Todavía más, Gotlieb le hizo un cambio al nombre del libro. En principio se llamaba Trampa 18, pero ese mismo año, 1961, León Uris había publicado Mila 18, por lo que hubiera confundido al público que existieran dos novelas con el número 18 en el mercado al mismo tiempo. Heller propuso llamarla entonces Trampa 14, pero Gotlieb le dijo que no, que utilizara el 22. “Simplemente suena mejor”, argumentó en forma escueta quien fuera luego editor de la revista The New Yorker. Como clásico que es, Trampa 22 suena –es polifónica– cada vez mejor.

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