Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Larry King y el periodismo

Como los mejores columnistas, King trajo a primer plano temas en apariencia intrascendentes
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30 de enero de 2021 a las 05:02

Hay quienes creen erróneamente que en el periodismo nadie es imprescindible. Nada más lejos de la verdad. Puedo cansarme de dar ejemplos. Uno que me viene pronto a la cabeza tiene al diario argentino La Nación como referente a la mano. Por muchos años leía todos los domingos en ese matutino las columnas de Esteban Peicovich y de Orlando Barone, plumas descollantes en estilo, desenfado y variedad de temas de una semana a la siguiente, las cuales ejercían además un fino sentido del humor. Cuando el diario, en decisión funesta, los despidió –hasta ahora no he podido entender por qué, aunque imagino un motivo–, el suplemento de ideas se vino abajo y terminó desapareciendo. La rutina tomó posesión de las páginas antes ocupadas por la inspiración de dos escritores de columnas que hacían pensar a partir de las palabras adecuadas escritas en el orden correcto. Intenté darle una segunda oportunidad a dicho diario, pero los reemplazos se me hicieron infumables, estilística y políticamente. 

Al perder a Peicovich y a Barone (a quienes era posible disfrutar incluso aunque el lector estuviera en la orilla de opinión opuesta: la inteligencia acompañada de imaginación literaria es irremplazable), La Nación perdió un estilo y una forma inconfundible de hacer periodismo. Desde entonces navega en la medianía de lo solo correcto, atributo que parece definir al periodismo de opinión de nuestros días, light y previsible: tonelada de comentarios políticos, pero casi nula práctica de la imaginación. De Barone no he vuelto a saber, más allá de que tuvo luego su cuarto de hora de popularidad en el programa televisivo 6, 7, 8 que se emitió hasta 2015 en la TV Pública argentina. Es autor de una de las mejores 10 columnas que he leído (comienzos de este siglo), en la cual planteaba la relación existente entre la preferencia que había entre los argentinos por la rúcula y el momento político que vivía el país. Brillante. 

Peicovich (la sección “La Semana”, por él escrita, era literatura mayor) debe haber sido la mejor pluma que pasó por La Nación desde Jorge Luis Borges en la década de 1950, medio donde publicó por primera vez su obra maestra La muralla y los libros. Por fidelidad a su mente llena de genialidades, continué leyendo a Peicovich en otro diario de la misma ciudad, Perfil, adonde fue a recalar en la versión punto com hasta poco tiempo antes de su muerte en 2018, mismo día en que Uruguay le ganó a Portugal 2-1. A ese medio me mudé como lector siguiendo a Peicovich, y desde entonces los domingos leo con regularidad a varios columnistas de imaginación al poder, como Quintín (un francotirador de alto vuelo), Damián Tabarovsky, Guillermo Piro y mi querido amigo y colega Fabián Casas, con quien compartimos en el festival de poesía de Medellín unos días fabulosos, entre los que excluyo la mañana en que Argentina quedó eliminada en tanda de penales del Mundial de Alemania por la selección anfitriona y vi sufrimiento a mi alrededor. En el debe de ambos está aún la columna a ser escrita a raíz de esa mañana trágica para algunos apasionados del balompié.

En periodismo, los imprescindibles no sobran a la hora de escribir columnas. La nuestra no es buena época para el columnismo, por más que proliferan opinadores por todas partes. Abundan quienes no saben escribir otra cosa que comentarios políticos de vida efímera, pero pocos son los que pueden ejercer la imprevisibilidad y afincarse en cualquier territorio donde la imaginación es capaz de emitir su opinión y sorprender a los lectores con el constante cambio de rumbo de su inquisición sobre la realidad. Ese debe ser el tono del gran columnista: esta semana trata de una cosa y la siguiente de la menos pensada de todas. La tradición viene de muy antes. Desde que Mariano José de Larra (1809-1837) inventó una forma intransferible de ocupar el lenguaje, España ha tenido varios columnistas notables. A uno incluso, tal vez el más brillante de todos entre los contemporáneos, Francisco Umbral (1932–2007), le otorgaron el premio Cervantes, porque el columnismo es un género literario con tanta validez intelectual y creativa como la novela y el cuento (aunque no tanto como la poesía, algo que hasta el propio Umbral sabía, como en más de una ocasión lo sugirió). Cuando Umbral murió, el diario El Mundo perdió a la más original de sus plumas, y desde entonces nadie ha podido ocupar ese espacio con distinción, ni menos replicar con similar intensidad el desparpajo de una mirada que fue faro de una época.

En el periodismo hay imprescindibles. Quien no lo crea o se oponga a aceptarlo, que le pregunte a CNN. Desde que Larry King, por una cuestión de edad (tenía ya 77 años), se retiró el 16 de diciembre de 2010, la cadena televisiva que mezcla información con entretenimiento, no ha podido encontrarle sustituto. En su lugar trajeron al inglés Piers Morgan, quien ocupó el mismo horario entre el 17 de enero de 2011 y el 28 de marzo de 2014, y consiguió un récord: tuvo el rating más bajo en horario central en 21 años. Cuando la debacle acechaba, lo sacaron rajando. Lo peculiar del asunto es que hubo quienes en su momento creyeron que sustituir al segundo gran Larry de la televisión (el primero fue el de Los Tres Chiflados) era posible, y que un rostro más joven podía sustituir a otro con tranquila facilidad. Nadie lo pudo sustituir. Durante 25 años en esa televisora, King impuso un estilo, el único que conocía, pero que nadie practicaba tan bien como él. 

Larry King llegó a CNN cuando los ratings y las finanzas de la televisora estaban por el piso. En ese período de salvataje fue factor fundamental para conseguir lo que se estaba buscando: audiencia, esto es, un público fiel que sintonizara la señal a la misma hora en que la mayoría estaba viendo series dramáticas y comedias. En lugar de sexo y violencia en horario central, un programa conducido por un veterano que usaba tiradores y sacaba al aire llamadas telefónicas en vivo. Fue el primer programa en hacerlo. En otras palabras, el gran entrevistador con dones de columnista se vio en el compromiso de poner a un canal de noticias en el mismo mapa de importancia que aquellas televisoras con tradición, las cuales marcan picos de audiencias a la hora en que todo el mundo tiene el televisor encendido. King demostró de una vez por todas (aunque la lección parece haber sido olvidada), que a la gente que sintoniza un canal de noticias no solo le interesa ser bombardeada con información política y que, por el contrario, está dispuesta a que la saquen de la rutina con asuntos cotidianos tan simples y complejos como la propia vida.

Durante 63 años, desde su debut en radio en 1957, a Lawrence Harvey Zeiger, alias Larry King, lo vimos ir envejeciendo en público. En la historia mundial de la radio y la televisión, ninguna figura ha tenido su ubicuidad y persistencia. Dedicó una vida entera a hacer todos los días lo mismo, aunque siempre con personajes diferentes. Realizó más de 50 mil entrevistas, un porcentaje alto de ellas en los 6.000 programas que hizo en CNN. ¿A quién no entrevistó el King del micrófono? De Ronald Reagan a Nelson Mandela, pasando por Frank Sinatra, quien le concedió la última entrevista de su vida. Marlon Brando le dio ante cámaras un beso en la boca, un muy deteriorado Johnny Cash se dejó ver en público por última vez, y el debate entre el entonces vicepresidente Al Gore y el candidato presidencial Ross Perot, en 1993, sigue siendo tanto tiempo después el programa más visto en la historia de CNN y el segundo en audiencia en la historia de la televisión por cable. El presidente de esa televisora llegó a decir que King tendría su programa al aire mientras quisiera. Su contrato era de por vida. Pero el periodismo es muy desgastador, y en cierto momento la edad comenzó a pasarle factura. Sus últimas apariciones en televisión fueron como vocero independiente de una vitamina que supuestamente ayuda a prolongar la vida. En los comerciales entrevistaba al inventor del producto, quien ante el micrófono célebre se sentía luminaria de la ciencia. Yo a King siempre le hice caso, y también en esto. El tiempo dirá si las vitaminas que compré son tan buenas y efectivas como me lo hizo creer.

Nacido en Brooklyn, Nueva York, de familia judía pobre, Larry King nunca fue a la universidad. Apenas pudo terminar el liceo. Y lo consiguió por la insistencia de su abnegada madre, quien convenció al director para que le dieran el diploma y lo motivaran a hacer algo con su vida. Y con esta lo que hizo fue crear un estilo propio frente a los micrófonos, de los cuales siempre demostró tener espléndido dominio, desde sus comienzos en una radio de Miami, cuando tenía 23 años. A lo largo de una vida hizo público el secreto de su éxito como entrevistador: a todos trataba igual, con el mismo respeto y deferencia, y ejercía el genio de la variedad. Como los grandes columnistas de diarios, en la misma conversación podía hablar de béisbol, de política, de bizcochos, y de lo que había leído 11 años atrás. Fue un gran lector. Leía de todo. Su condición de autodidacta sin formación universitaria jugó a su favor, porque era percibido como el hombre común que vive en la casa de la esquina, con la única diferencia de que había leído bastante por ser un curioso profesional y se interesaba por todo lo que le contaran, por más intrascendentes que pudieran ser las historias. 

 

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