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Las historias distópicas llegan a la novela uruguaya

La subversión de la lluvia, de Martín Lasalt, destaca por las relaciones humanas que establece más allá de su argumento
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18 de noviembre de 2017 a las 05:00
La literatura nacional puede dividirse en dos grandes grupos: los escritores que nunca se salen de su casilla, de su zona de confort, y los que optan por el procedimiento opuesto. Aunque distintos, los dos caminos encierran riesgos. A unos los condiciona la repetición, que hace que parezca que escriben siempre el mismo libro. A los otros, ese temor los lleva a experimentar constantemente en cada nuevo texto.

Martín Lasalt pertenece claramente al segundo grupo. Sus textos anteriores, La entrada al Paraíso y Pichis, eran muy distintos entre sí; La subversión de la lluvia, que ahora se presenta, tampoco tiene puntos de contacto con sus trabajos previos, salvo por un truco que repite de su primer libro: anticipar el final de la historia.

Esta vez, el cambio de registro es más profundo, ya que el autor presenta una distopía en clave ecológica, donde además se mezclan pasajes oníricos con otros de corte más realista, lo que lo aleja radicalmente de caminos ya transitados.

En un futuro no muy lejano, en el que las multinacionales controlan los recursos naturales y explotan a la sociedad civil, un hombre que es despedido decide atentar contra un acueducto de la compañía que controla el suministro de agua y que además posee una máquina capaz de hacer llover cuando se considera oportuno.

Javier Sepúlveda, el protagonista de la novela, es también un padre divorciado que tiene una relación singular con su exmujer y su hijo, al que descuida constantemente sin que se sepa muy bien por qué.
Sobre esos dos ejes gira la novela, y el lector puede elegir dónde poner su atención.

La distopía que se plantea es bastante convencional y no atrapa demasiado con su discurso sobre el despilfarro del agua, la voracidad de las multinacionales o la mansa resignación de la gente ante el expolio. Por suerte no sucede lo mismo con la historia personal de Sepúlveda, mucho más rica e interesante. Si el lector es capaz de abrirse paso a machetazos por la selva, si mira más allá del decorado, podrá encontrar escenas estupendas. Como cuando Sepúlveda le compra un refresco a su hijo y después le pide que le convide un trago, y el niño se niega con una firmeza desconcertante.
También conmueve cuando en la escuela el pequeño empieza a ser nombrado como el hijo del terrorista, sin que nadie sepa muy bien en el aula lo que significa esa palabra.

Paralelamente suceden un montón de cosas más o menos interesantes. Sepúlveda es traicionado por los compañeros que iban a participar en el atentado, una vecina que es enfermera lo salva y lo redime pero después lo usa, y también se narra cómo vende un riñón para financiar su plan.

Lo mejor del libro es un capítulo donde Sepúlveda, que va manejando tranquilo y en cámara lenta su viejo Fusca cargado de explosivos, es atacado al azar por un niño de la calle, que lo intercepta con una pistola nueve milímetros. Lasalt muestra allí su gran capacidad para –desde el realismo más puro– presentar imágenes que por su fuerza y dramatismo parecen de corte surrealista. La secuencia, que parece sacada de la sección policial de un noticiero, muestra en todo su esplendor el deterioro social y moral de una sociedad en descomposición. Es revelador cuando el niño lo obliga a bajar del coche, se sube, y se queda mirando el tablero del auto sin saber qué hacer a continuación.

La subversión de la lluvia puede gustar o no, pero Martín Lasalt demuestra con este tercer libro que llegó para quedarse.

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