Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Lavar los platos y las buenas costumbres

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06 de enero de 2019 a las 05:00

 

Lavar Los Platos - Washing The Dishes
 

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.
Querida Magdalena

 

Terminaba usted su última carta expresando el deseo de pensar más. Yo, por mi parte, le robaba a Aristóteles la idea de una revelación -aunque luego una colega suya del All Souls College, que tiene la amabilidad de seguir nuestro intercambio, me ha dicho que mi manera de citar a Aristóteles es, cuanto menos, “vaudevillian”.

En fin, nunca creí que su deseo y el mío iban a coincidir tan tempranamente, pero así ha sido, debido en parte a las actividades propias del 1º de enero. No me he detenido a pensarlo mucho -y espero que ningún fellow del All Souls me lo eche en cara-, pero me atrevo a aventurar que la mayoría de los maridos pertenecientes a la familia académica, dedica gran parte del primer día del año a lavar los platos. (Y si no es así, al menos no estoy citando impropiamente a Aristóteles, lo cual convierte mi pecado en remisible. Si durante ese tiempo, además, algunas esposas duermen la siesta, es algo que dejaremos para otro análisis).

Lavar los platos. El volumen de platos sucios que puede llegar a acumularse en una comida de Fin de Año es algo que escapa a mi capacidad de comprensión, así que lo dejo a un lado, como cosa que requiere una inteligencia superior a la que me ha sido concedida por el Creador. Lo realmente significativo es que, en mi caso, cada una de esas piezas -los platos de sitio y los correspondientes a cada etapa de la comida: la entrada, el principal y los postres; las copas, los cubiertos y los vasos- forma parte de un juego de Christofle que está en mi familia desde finales del siglo XIX. Cada cosita hay que trabajarla individualmente: no hay economías de escala. Y, con movimientos suficientemente reposados, hay que asegurarse de que nada se romperá, y que las maletas de madera laqueada donde todo se guarda llegarán vivas hasta la siguiente generación.

Enfrentado a una tarea así, un Bibliotecario inglés, tiende a rebelarse interiormente contra su destino. Quizás piense por un momento que, de haber nacido un par de generaciones atrás, no estaría ahora realizando actividades tan típicamente femeninas. Podemos suponer incluso que, haciendo un exceso, le eche de pasada una maldición a Simone de Beauvoir y a las feministas de todas las tendencias. 
Pero, si juzgo por mi experiencia de hoy, esos enojos duran poco. No lo sé: será algo en la esponja y en el detergente, algo en el agua tibia y en la espuma, pero a los pocos minutos, me encontraba yo atareado, pero no rabioso. Y -esto es lo esencial-, me encontraba yo pensando.
El contenido de mis pensamientos no es tan importante como el hecho mismo de pensar. Porque un pensamiento puede ser decepcionante, pero pensar es un acto que siempre vale la pena.

Lavar los platos es como correr una maratón. El cuerpo y el alma se combinan para un ejercicio que parece meramente mecánico, pero los beneficios son también espirituales. Mientras el cuerpo hace lo suyo y se acomoda al ritmo de la tarea, a la mente se le ofrece un momento de claridad y sosiego. Y el Bibliotecario empieza a disfrutar del chorro de agua clara que enjuaga y salpica, del orden que se restablece, de la progresiva facilidad con que realiza los movimientos. Y hasta le hace gracia observar una cucaracha que ha muerto, patas para arriba, seguramente a consecuencia de haber sobrepasado los límites de ingestión de alcohol que recomienda el Gobierno. 
¡Qué maravillosas son –pensaba esta tarde– las tareas domésticas! Una cama tendida, una comida rica, la ropa bien planchada, producen directamente el bienestar de toda la familia… Pero si propongo elevar –como sugería Kant–, mi propia experiencia a regla de conducta universal, debería afirmar que este tipo de trabajos hace sobre todo feliz al que los realiza. Cuando se nos admite a lavar los platos, se nos da también la seguridad de estar en el mejor sitio y haciendo lo mejor que podíamos hacer por aquellos que amamos: ponernos a su servicio.
Pienso que el funesto Matriarcado en el que hemos vivido, nos ha privado generalmente a los hombres de un más frecuente acceso a estas tareas. Las mujeres se han reservado en exclusiva estos valiosos momentos de reflexión y beneficencia. Y de este modo han asegurado su dominio y superioridad sobre nosotros a través de los siglos. 

Lavar los platos es como correr una maratón. El cuerpo y el alma se combinan para un ejercicio que parece meramente mecánico, pero los beneficios son también espirituales.

 

Las buenas costumbres
 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College  
Estimado Leslie

 

Veo que este nuevo año ha insuflado en usted aires auténticamente progresistas! No tanto por haberse encargado de lavar la ingente cantidad de platos sucios que corona la celebración del Año Nuevo (aunque la inusitada imagen de un bibliotecario inglés enjabonando un juego de loza Christofle bien podría inspirar en Woody Allen un guion cinematográfico entero), sino más bien por los pensamientos que brotaron de su mente mientras realizaba esta tarea. 

Como reza la máxima latina, Solvitur ambulando (“lo puedes resolver caminando”), muchos filósofos concibieron sus más grandes ideas mientras caminaban: Aristóteles y Nietzsche, al igual que Kant, Rousseau, Thoreau, y hasta el mismísimo Steve Jobs, conquistaron la mayor claridad intelectual a través del ejercicio mancomunado del cuerpo y el alma. Sin embargo, le confieso que hasta ahora no había sabido de nadie que hubiese alumbrado algún pensamiento significativo lavando platos enchastrados. 

Mientras leía su carta recordé mi época de estudiante en la Facultad de Humanidades.  En ese entonces era aún bastante raro que una mujer eligiera a la Filosofía como profesión, y no faltaron ocasiones en las cuales alguna conciencia recelosa se empeñara en hacerme sentir esa aparente inadecuación. La condición indispensable para ser filósofa era la renuncia a cualquier tarea abocada al cuidado o servicio de un otro que obstaculizara la entrega total a la contemplación profunda y desinteresada. 

Pero mi problema entonces era que, siendo una joven estudiante de filosofía, estaba ya no sólo enamorada, sino también segura de mi aspiración a vivir la experiencia de la maternidad.  Le mentiría si le dijera que no me cuestioné acerca de aquella incompatibilidad que descubrí instalada no sólo fuera –en la cultura- sino dentro de mi, como un prejuicio que me impedía congeniar mi deseo de ser mujer-madre con el de ser mujer-filósofa.  

Pocas cosas me resultan tan desafiantes como el combate contra un prejuicio introyectado. Y en la batalla por la superación de aquella incompatibilidad internalizada entendí que esa libertad que tan caro nos ha costado históricamente a las mujeres se conquista, fundamentalmente y antes que nada, en nuestro fuero más interno.  Pienso que gracias a ésta revelación pude obtener mi título de grado sin dejar de lavar platos, preparar mamaderas y cambiar pañales.

No se puede negar la incidencia de las condiciones externas: como bien dice Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mi circunstancia”, y es claro que los obstáculos en mi camino hacia la licenciatura fueron “pan comido” en comparación con los que hubiera que tenido que enfrentar mi abuela hace 100 años en caso de haber deseado estudiar Filosofía.  Sin embargo, siempre tenemos a Hiparquía, quien en el siglo III AC consagró su vida a la filosofía formando parte de la escuela cínica junto a Crates, su marido y filósofo.  Ella representa un testimonio, entre otros tantos más, de que el patriarcado más virulento es el que llevamos dentro, y que la cultura se transforma a partir de los cambios internos, traducidos en actitudes y comportamientos que evidencian el carácter arbitrario de aquellas creencias tan alienantes como falaces.  
Sin embargo, no puedo concordar con usted cuando afirma que las mujeres nos hemos reservado el derecho exclusivo a las tareas domésticas con el objetivo de acceder a esos momentos de reflexión como el que gozó usted mismo mientras lavaba su loza Christofle. No porque las labores hogareñas no sean comparables a las caminatas de Kant o Jobs: ¡claro que que pueden serlo! Pero solo si son realizadas con la conciencia de que pueden ser compatibles con otras formas de expresión vital: que son valiosas porque no son excluyentes, ya que, como mujeres, hoy podemos optar por dormir la siesta porque nuestro marido, padre, hijo o vecino, puede lavar los platos sucios de la comida de Año Nuevo. 

Algunos podrán decir que su conclusión encubre un prejuicio típicamente patriarcal, yo prefiero creer que es usted un tipo inteligente, que ha sabido rodearse de mujeres de buenas costumbres. l
 

 

 

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