Juan José García

Profesor y doctor en Filosofía

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Legitimidad del pensamiento propio

Estas reflexiones surgieron a partir de la lectura de un reportaje a una diputada de España
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24 de agosto de 2020 a las 05:02

Quizá parezca superfluo referirse a la legitimidad del pensamiento propio, porque se supone que es algo que va de suyo. Si no se piensa por sí mismo, si alguien no tiene su propio pensamiento, ¿cómo voy a pensar? Y si en algún caso adoptara el pensamiento de otro deberá apropiárselo, pensándolo y repensándolo, desde su personal modo de entender, para estar así de acuerdo consigo mismo -un acuerdo decisivo en la consolidación de su propia integridad-.

De todos modos, no es infrecuente que para sostener el propio pensamiento se requiera una cuota importante de fortaleza, de resistencia, porque suele resultar chocante que alguien no siga lo pautado por el consenso. Hasta los que se rebelan contra “lo políticamente correcto” no pueden disimular la irritación que les produce escuchar opiniones contrarias a sus convicciones y, secuestrados por un modo de entender binario, acaban a veces buscando instalarse en el bando de los que pretenden dominar la verdad.

Quizá como consecuencia de todo esto resulte la crítica algo tan intolerable. Se supone que es una falta de lealtad, sobre todo para quienes integran una organización si el que se atreve a hacerla es alguien que pertenece a esta; sin advertir que, aun compartiendo los lineamientos fundamentales, no se puede estar siempre de acuerdo con decisiones concretas que las autoridades hayan tomado. Críticas que son descartadas por ser consideradas una traición.

Otras veces se admite la crítica, pero con una serie de recomendaciones supuestamente prudenciales, que de tenerse en cuenta acallarían por completo las voces disonantes: que la crítica sea “constructiva” -adjetivo infaltable-, ante quien corresponda, sin dar lugar nunca ni a la apariencia de una posible murmuración, cuidando siempre la imagen de la institución, etc. Tantas advertencias que si se tomaran en cuenta uno se vería obligado a no abrir la boca porque ¿quién puede estar seguro de no dejar de lado ninguna de esas pautas? Pero, además, en estos casos se supone que los canales previstos para hacer llegar la crítica a quien corresponda no están bloqueados, condición que no siempre está dada.

Lo que suele pasarse por alto en estos casos es que muchas veces las personas que hablan se sienten en la obligación de hacerlo. Cuántos males podrían haberse evitado si se hubiera hablado claramente sobre ciertos sucesos, sin tanta preocupación por el posible deterioro de la imagen pública de los representantes de determinadas instituciones. Una valentía que seguramente hubiera animado a hablar también a las víctimas que estaban sufriendo un abuso de autoridad. Silencio cómplice que deja en desventaja a los que menos poder tienen, barriendo debajo de la alfombra, como suele decirse, lo que en justicia está reclamando una decidida reparación.

Cuando se generan esas culturas organizacionales hechas de silencios, circunloquios, comentarios cuidadosamente escogidos que no son más que elaborados maquillajes verbales, se incapacita el desarrollo del talento, porque con la consigna de una unidad con la que  se pretende defender lo que con un criterio integrista se considera la consistencia de una institución, lo único que se logra son personajes anodinos: carentes de libertad de espíritu, nunca se atreven a hablar con claridad y a lo sumo se valen de ironías con las que denotan una cierta discrepancia que no llega a formularse con la nitidez propia de un criterio determinado.

Formar parte de una organización no debería suponer la exigencia de tener que “cortarse la cabeza”, de dejar de pensar por cuenta propia, mientras haya un acuerdo con los objetivos de esa institución. Y siempre que las críticas que se hagan tengan la altura de una discrepancia inteligente, responsable, y no sean las protestas infundadas de personas incapacitadas para integrarse.

Estas reflexiones surgieron a partir de la lectura de un reportaje a Cayetana Álvarez de Toledo, diputada y vocera -en ese momento- del Partido Popular. Declaraciones que por su peso trascienden la situación puntual en la que se dijeron y la materia a la que hacen referencia: “En España no estamos acostumbrados al ejercicio de la libertad en los partidos. Confundimos la discrepancia con la disidencia y la libertad con la indisciplina. Etiquetamos al que opina libremente con esa denominación despectiva de verso suelto. Y la libertad no es indisciplina. Es esencial para la conversación democrática adulta. También dentro de los partidos. Yo opino y discurro con libertad no por capricho personal. Lo hago porque creo firmemente que la libertad y el espíritu crítico son una obligación del que se dedica al examen de la realidad”

Al margen de ese suceso político, son una serie de afirmaciones que sería oportuno tener en cuenta sobre todo en las organizaciones que promueven el pensamiento. También las declaraciones que esta diputada hizo cuando la cesaron del cargo de vocera, precisamente a raíz de ese reportaje: “en la política española infravaloramos la fuerza constructiva, creativa, necesaria de la libertad y del pensamiento crítico. Lo he dicho muchas veces y lo quiero repetir hoy, que es un día importante para hacerlo, siempre he creído que la discrepancia no es sinónimo de deslealtad, que la libertad no es indisciplina y que el pensamiento propio funca es un ataque a la autoridad (…) Como he dicho, lealtad y pensamiento propio son perfectamente compatibles”.

No es ninguna novedad que tanto la libertad -efectivamente ejercida- como el pensamiento crítico suelen ser mirados no pocas veces con desconfianza. Y tampoco es ninguna novedad que ante esas realidades se reaccione despóticamente. Porque no pocas veces se confunde autoridad con autoritarismo, y se piensa que, en lugar de incorporar personas, se están alistando soldados, con procedimientos perfectamente adecuados para un ejército, pero no para organizaciones en las que el pensamiento tiene un rol decisivo a la hora en encarar los problemas que plantea la convivencia social.

Por eso, o se aprende no solo a respetar el pensamiento ajeno sino a promoverlo, o se acabará matando la libertad, esa “novedad” que se inaugura con cada ser humano, como señala Hannah Arendt, y desde la que cada uno puede hacer una aportación única al resto. Y esa falta de reconocimiento de la libertad implicará negar también el respeto a los individuos, que comienza por reconocer el legítimo derecho que tienen al ejercicio de su inteligencia.

Para que ese respeto y esa promoción fueran una realidad, sería necesario un grado de madurez que permitiera asimilar el papel que le corresponde a cada uno, un aporte de la Modernidad que cuesta incorporar, sobre todo en aquellos colectivos cuya impronta corporativista fomenta los nepotismos y la endogamia. Una penosa mezcla que cuando se da hace difícil manifestar, escribir, lo que se piensa. A no ser que se esté dispuesto a pagar el costo del despido, o de la marginación, con el consiguiente aislamiento. Esa especie de exilio que lleva a preguntarse si será el precio insoslayable para poder expresar libremente el propio pensamiento.

* (El autor es profesor y doctor en Filosofía)

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