Los pueblos, muchas veces víctimas, muchas veces padecientes de las decisiones de sus gobernantes, pueden ser tan peligrosos y destructivos como aquellos que los mandan. Sin ir más lejos, en Brasil han dejado en la puerta del poder a Jair Bolsonaro, un excapitán del Ejército nostálgico de la dictadura y de la tortura, enemigo de las mujeres, de los gays, de los negros y de los pobres, muchos de los cuales lo votaron sin asco.
Los brasileños se castigan a sí mismos mientras que, desde Uruguay, se mira con mayoritario espanto una realidad que tal vez sirva para apaciguar los ánimos cuando se amaga con fustigar ciertos comportamientos locales.
A lo largo de su historia, los electores uruguayos se han comportado con una moderación que puede resultar exasperante, y en ocasiones se ganaron el insulto de “pueblo cornudo” de parte de aquellos a los que no benefició con su voto. Sin embargo, al menos desde el retorno de la democracia, y sin entrar en detalles, los votantes de este país han acompañado con cierta sensatez las permanencias y los cambios que necesitaba la coyuntura.
Acaso la mayor extravagancia de este pueblo –extravagancia que a algunos horroriza sin razón- fue la de haber elegido a un exguerrillero herbívoro, primero engullido por el sistema y luego dado a las conferencias internacionales.
Quizás, el uruguayo sea el más previsible de los pueblos latinoamericanos. Aquí no parece posible la irrupción de un Chávez, de un Fujimori, ni siquiera de una Cristina; acaso sea posible algún sucedáneo de Macri y poco más.
Tanta moderación, y esto no ocurre solo en la política, empuja al hastío y a una siesta permanente que frena los cambios necesarios y deprime los ánimos.
Pero, antes de arremeter contra este pueblo manso, conviene mirar hacia el norte. Allí, el inexplicable Bolsonaro nos recuerda que, a veces, las derivas de los pueblos los conducen a un naufragio en el que también se ahogan aquellos que no se subieron al barco.
Entonces, en un ejercicio de autoindulgencia (del que conviene no abusar) para con nuestros mandatarios y nuestro mandados, deberíamos celebrar que esas epidemias de barbarie que acechan otras costas, están aún lejos de apestar en estas playas.
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