Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Mad Max y la ley trans

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21 de julio de 2019 a las 05:00

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.
Querida Magdalena:

 

Mad Max y los Analfabetos
 

La Universidad de Oxford es un monstruo de muchas cabezas. Un excelente monstruo, a juzgar por su posición en diversos rankings -incluso por encima de otras universidades que, sin embargo, son más rápidas que la nuestra cuando se trata de remar por el Támesis. 
Dentro de este organismo plural, me cabe en suerte algunas veces ayudar a la selección de estudiantes que aspiran a incorporarse. Tengo motivos para suponer que esos candidatos son la crème de la crème de la humanidad inteligente y educada. Por eso, dejando de lado otras consideraciones, le diré que, año a año, me impresiona muy negativamente lo que empezó siendo una curiosa tendencia y hoy es una curiosa realidad: que nuestros mejores jóvenes son cada vez más incapaces de escribir a mano (handwriting) con letra descifrable, o de realizar manualmente (sin calculadora) cálculos aritméticos sencillos -por ejemplo, una división. Esos mismos jóvenes de élite, que carecen de habilidades que hasta hace poco se adquirían universalmente y en la infancia, son sin embargo competentes para crear presentaciones en PowerPoint o hacer que calculadoras, tabletas y computadoras realicen para ellos tareas hasta hace poco inimaginables. Sólo que no saben dibujar en un papel las letras y los números, ni realizar con esos símbolos operaciones elementales. ¡Es muy extraño pensar que, en 1974, ningún alumno en ninguna escuela del mundo disponía de una calculadora o de un procesador de textos!

Mrs. Darcy era la maestra del Curso Elemental, en la escuela de la que mi padre era Principal. Luego de jubilarse, había seguido trabajando a pedido de las autoridades sucesivas, y hacia 1962, con más de 80 años, fue la encargada de enseñar los rudimentos de la lecto-escritura  y la aritmética al jovencísimo Leslie Ford y sus compañeros de aula.

Era el prototipo clásico de las más antiguas maestras que luego habría de encontrar en la literatura: traje negro y sombrero prendido con alfileres, y pequeños anteojos que, al ponérselos, se deslizaban solos por la piel hasta encontrar su lugar en la culta cicatriz del tabique nasal. Mrs. Darcy no era la sensible, multifacética y sonriente especialista en niños, hoy al uso, sino una raíz secada por el viento y la lluvia, tan firme y unívoca como una obligación. No se le advertían parentescos, ni siquiera remotos, con el ficticio Fitzwilliam Darcy, de Orgullo y Prejuicio, pero había algo admirable en ese oficio suyo de partera, que sacaba un niño tras otro del vientre de la ignorancia y lo depositaba (no sin llanto, es cierto) en el mundo del abecedario y las tablas de multiplicar. Todo ello, siempre, con una regla de madera de bordes metálicos sobre la mesa, just in case.

Mrs. Darcy, sin importarle quién tenía adelante, enseñaba la lectura y el cálculo elemental según el método de un manual que había adquirido en junio de 1909 cuando se recibió de maestra en la Roedean School de Brighton. Créame que, en un mundo en el que los Beatles estaban a punto de irrumpir, teníamos que hacer cierto esfuerzo de adaptación para entender que la letra “O” estaba excelentemente representada por las gigantescas ruedas delanteras de las bicicletas de la Belle Époque que ilustraban su manual. Pero evidentemente, para Mrs. Darcy aquellas bicicletas eran normales, como lo eran los nada deportivos señores que las montaban -al estilo del póster que inspiró a Lennon su “Being for the Benefit of Mr. Kite!”

Volviendo a nuestros jóvenes, creo que al no exigirles una competente escritura y un competente cálculo manual, la sociedad está siendo enormemente irresponsable. Pues no sólo ignora a priori los estudios que avalan las ventajas insustituibles de la escritura y el cálculo manual para el aprendizaje y la memoria. Sino que excluye al educando -sin razones atendibles- de la posibilidad de ejercer un arte que han ejercido antes que él, con provecho inigualado, el Escriba del Louvre, Isaías y Homero, Lope de Vega y Shakespeare, Newton, Einstein y Matisse.
El día, quizás no lejano, en que los hackers rusos nos regalen un apagón tecnológico global, tan grande como el monstruo de mermelada de fresa de Stranger Things, la escritura y el cálculo volverán a ser -junto con el auto de Mel Gibson en Mad Max- el pasaporte a un liderazgo post-apocalíptico.   

 

Mrs. Darcy, sin importarle quién tenía adelante, enseñaba la lectura y el cálculo elemental según el método de un manual que había adquirido en junio de 1909 cuando se recibió de maestra en la Roedean School de Brighton.

 

La ley trans y el interés superior del niño
 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie

 

El trazo nunca fue mi fuerte, pero entre cuadernos de caligrafía, modos precisos de agarrar el lápiz y la alternancia entre imprenta y cursiva (nunca entendí por qué las maestras no se ponían de acuerdo acerca de qué tipo de letra era la más apropiada), seis años de escuela primaria pulieron mi natural desprolijidad para alumbrar una escritura legible y fluida.  

Yo también tuve mis experiencias escolares en aulas comandadas al mejor estilo Mrs. Darcy. Y aunque razonablemente escrachadas en Another Brick in the Wall (la gloriosa canción de Pink Floyd), en ellas aprendí aptitudes y valores que me resultaron fundamentales para la vida. En aquella época, no tan lejana pero sí muy distinta, el lema era que “la práctica hace al maestro”,  y la consigna se aplicaba costara lo que costara, muchas veces al precio de “sangre, sudor y lágrimas”. 

Hoy, en cambio, las “sensibles, multifacéticas y sonrientes especialistas en niños” transforman las aulas escolares en entornos más flexibles e integrativos. Bajo la consigna de que la mejor forma de aprender es jugando (que, dicho sea de paso, ya lo había advertido Platón en el siglo IV AC), los niños se ven estimulados por una libertad y condescendencia inconcebibles para las clásicas Mrs. Darcies. Los beneficios “se caen de maduros”, pero vale la pena insistir en que el cuidado del bienestar de los alumnos potencia su apertura a los estímulos externos (lo que se busca enseñar), que son incorporados con más efectividad y avenencia. ¡Enhorabuena, pues, para el sensible binomio enseñanza-aprendizaje!  

Sin embargo, a veces tengo la sensación de que se nos ha ido un poco la mano, y que estamos colocando a los niños en un podio demasiado elevado, tanto como para producirles vértigo. Y entonces me da por pensar que quizás deberíamos reconocer algunas cualidades positivas de las Mrs. Darcies de antaño. 

En medio de la campaña política, surgió ahora en Uruguay una iniciativa para derogar la polémica “ley trans” aprobada a fines del pasado año.  Uno de los puntos más controvertidos de la ley es el que refiere a menores de edad que no cuentan con la consentimiento de sus padres para el cambio de nombre o sexo en documentos de identidad.  En estos casos, la ley concede el derecho a recurrir al principio de “interés superior del niño” contemplado en el Código de la Niñez y la Adolescencia. 

Más allá de la cuestión relativa a la construcción de la identidad de género (que es, por cierto, sumamente compleja) pienso que una justa evaluación de este punto particular requiere de un detenido análisis del sentido y alcance del citado principio. Porque ¿son los niños realmente capaces de identificar cuál es su auténtico interés? ¿No es este discernimiento generalmente complejo y difícil, incluso para un adulto? ¿Cuáles son las facultades cognitivas y emocionales indispensables para poder tomar una decisión conforme al mejor interés propio?

¿Son éstas condiciones connaturales y espontáneas? ¿O, más bien adquiridas, como la habilidad para leer, escribir o resolver una operación matemática? Y, de ser así, ¿quién debe facilitarle al niño las condiciones para desarrollarlas? ¿No es esta una responsabilidad que nos compete a nosotros, los adultos? 

El “interés superior del niño” es necesariamente juzgado y dictaminado por un adulto,  ya sea padre, madre, tutor, terapeuta, juez o maestra.  Negarlo implica no solo incurrir en la mala fe sino, peor aún, violentar el derecho más consustancial de todo niño: el de ser educado y protegido (incluso de sí mismo).  El tema es cuán dispuesto está el adulto en cuestión a asumir el peso de la responsabilidad que le toca para, así, promover el encendido de la llama inmanente a cada niño, bajo cuya luz germina y se despliega la auténtica libertad, que no es otra cosa que el poder de pensar por uno mismo.

En su lado más oscuro,  el ocaso de las Mrs. Darcies  ha insuflado en los niños una progresiva inseguridad e intolerancia a la frustración, con el concomitante consumo creciente de psicoterapias y fármacos. 

Demasiado encumbrados los niños resisten el vértigo, pidiendo a gritos los límites comprendidos en la contención del abrazo de un adulto afectuoso y responsable.  Es que, es verdad, allende a toda fórmula, ideología, Código o principio ético: menuda tarea es el descifrar cuál es el verdadero “interés superior del niño”.  

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