Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Manual para encender la estrella y marillazo al relativismo

Tiempo de lectura: -'
03 de marzo de 2019 a las 05:00

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.
Querida Magdalena:

 

Manual para encender la estrella de la tarde
 

Luego de entregar a la redacción del diario mi respuesta a su carta sobre el daimon de Sócrates, me quedé intranquilo. Desde hace muchos años he desarrollado una sensibilidad negativa hacia quienes juzgan y exigen desde la tribuna, pero se eximen de jugar el partido. (Me caen mal los Maduro con sobrepeso en medio de un pueblo famélico). Y me parece que mi carta, dando benevolentes consejos a supuestos políticos uruguayos ávidos de poder e incapaces de escuchar, al final no fue más que un inmenso prejuicio de 4200 caracteres con espacios. La verdad es que no conozco a ningún político uruguayo y habría debido ser más prudente al escribir sobre ellos.

Esto en cuanto a mí. Entiendo claramente que su posición, Magdalena, es muy otra. Y que es, no su recreo sino su obligación, exigir responsabilidades a quienes han sido nombrados administradores de la cosa pública en esa tierra al este del río Uruguay.

Volviendo a mí, a mi intranquilidad y a mi daimon, me he preguntado: ¿Qué hay de ti, Leslie, y de tu conciencia, esa que tanto reclamas a los demás? Y descubro que no hace falta ser Sócrates o Tomás Moro, para sentir continuamente el eco de la voz interior. En la vida familiar, por supuesto. Pero también y no menos -y es mi reflexión de hoy-, durante las largas horas que todos dedicamos al trabajo profesional. 
¡Qué necesario, pero qué difícil a veces, resulta trabajar bien! Inútilmente el daimon nos tira de las orejas: todo el tiempo tenemos que estar rectificando el rumbo, corrigiendo errores, regresando al buen hacer, desde el fango de la desidia y el apresuramiento, y reformulando el propósito de hacerlo mañana mejor que hoy. El trabajo mal hecho invade las corporaciones y los individuos, las instituciones de derecho divino o las modestas organizaciones humanas -como mi biblioteca. Cuesta aceptar la extensión del daño porque, como dice Abelardo en su Historia Calamitatum, es difícil creer en la infamia de los que uno ama. Pero ahí está esa verdad palpable y vergonzosa: El Mundo Como Chapuza, diría Schopenhauer.

El Mundo Como Chapuza ha sido representado muchas veces, en la literatura y en el arte: sobre todo, el momento en que el velo desaparece y el héroe cae en la cuenta de que la Ínsula de Barataria  (o Seahaven Island) no existe. Y que, en cambio, sí existen muchas personas que sólo fingen hacer lo que no hacen.

Hay una escena de una película de Orson Wells en la que el productor de un film lo exhibe en sesión privada a un posible inversor. Pero pronto se advierte que todo es una tomadura de pelo, una increíble improvisación: no hay sonido, las imágenes son pretenciosas y difíciles de interpretar. El inversor pregunta: ¿Qué lleva la chica en el bolso? El productor no se atreve a contestar axiomáticamente -más bien teoriza: Seguramente una bomba. 

-¿Cómo “seguramente”? ¿No es usted el productor? 

Todo se vuelve más y más difícil de entender y las explicaciones del productor se tornan más y más absurdas. Hasta que el inversor se impacienta y sugiere: Creo que va a ser mejor que lea el guión, antes de tomar una decisión. El productor palidece. Entonces el inversor entiende lo que era obvio desde el principio: ¿Es que no tienen guión?… 
Muchos de los hombres y de las mujeres a los que por costumbre se denomina trabajadores, por épocas más o menos largas -dependiendo de la historia personal de cada uno- realizamos nuestra tarea de este modo triste: no es que nos falte un poco para llegar a la perfección. Es que ni siquiera tenemos un guión. 

La tradición judeo-cristiana, en cambio, da al trabajo un lugar de enorme relevancia. En el relato del Génesis -antes de que Adán y Eva decidieran dar el mal paso-, la creación es entregada al hombre para que la trabaje. El trabajo del hombre es asumido dentro de la obra prodigiosa de la creación, como continuación del trabajo de Dios. Y el universo, creado por Uno y perfeccionado por el otro, es el lugar del Shabat, donde Dios y el hombre se encuentran en su descanso. 

Si el hombre conociera el valor de su trabajo, ya nunca lavaría los platos de la misma manera. Y perfeccionaría su acción y su intención, una vez y otra, hasta lograr que su daimon le diga en el oído: “Detente y descansa: Dios ha encendido para ti la estrella de la tarde”. 

Todo se vuelve más y más difícil de entender y las explicaciones del productor se tornan más y más absurdas. Hasta que el inversor se impacienta y sugiere: Creo que va a ser mejor que lea el guión, antes de tomar una decisión. El productor palidece.

 

Martillazo al relativismo chapucero
 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie

 

Comparto su sentimiento de crispación “hacia quienes juzgan y exigen desde la tribuna, pero se eximen de jugar el partido”. Sin embargo, creo que en nuestro último intercambio ninguno se manifestó desde la confort desidioso de la tribuna. Porque aunque no pateamos ni atajamos goles en la arena política, procuramos jugar nuestro propio partido, valorando el sentimiento de “amor por la camiseta” y la responsabilidad que implica el llevarla puesta. Por otra parte, en ciertas ocasiones es justo y necesario juzgar desde un horizonte más retirado, por eso todo director técnico se ubica fuera de la cancha para tener una perspectiva más cabal del juego y dirigir bien a su equipo. 
En todo partido existen buenas y malas jugadas, y es de mala fe negar la obviedad de esta diferencia. Créame que soy bien consciente del tenor controvertido de mi postura: en el reino del relativismo individualista juzgar es de por sí absurdo, sino presuntuoso, porque ¿quién tiene el tupé de postularse como autoridad legítima sin criterios o modelos compartidos para valorar creencias, acciones o hechos? 

Son varios –y por demás debatidos- los vientos que favorecen esta corriente indeterminista, fundamentada principalmente en la idea de que la Verdad no existe o, al menos, no está dentro de nuestro alcance conocerla.  Y si bien éste es un argumento plausible (aunque, ciertamente, no indiscutible) del mismo no se deduce forzosamente el exagerado laissez faire, laissez passer conceptual y moral que prevalece en nuestra cultura contemporánea. Por el contrario,  ante la eventual ausencia de certezas absolutas,  tanto más necesario resulta examinar las múltiples perspectivas propuestas.  Esto,  para evitar el terrible destino de vernos condenados a convivir con la ominosa tiranía de la chapucera opinología. Parafraseando a Nietzsche: “Cuánto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro concepto de ella,  tanto más completa será nuestra objetividad”. 

Emitir un juicio acerca de la validez, valor o verdad de una cosa, no implica necesariamente la adopción de una postura dogmática y excluyente de las perspectivas diversas. Porque se puede juzgar algo como malo, sin desestimar la posibilidad de que otro pueda considerarlo bueno,  siempre y cuando pueda ofrecer razones que fundamenten su criterio.

Ya lo sugirió Spinoza: juzgar no es lo mismo que moralizar, y es de suma importancia señalar esta diferencia.  Retomando su metáfora: moraliza quien emite una sentencia rotunda sin estimar el valor del partido ni las circunstancias que afectan a quienes juegan (animando en usted aquella “sensibilidad negativa”),  y juzga quien es consciente de la importancia del partido, buscando comprender cuál es la mejor forma de jugarlo. Más precisamente, moralizar es el síntoma de una ignorancia fundamental respecto a la complejidad inherente a las cosas, entretanto juzgar responde a la búsqueda del mejor guión posible para conducirnos en este juego fascinante que llamamos vida

No en vano le tira su daimon las orejas cuando de hacer bien su trabajo se trata, porque es un partido que vale el sudor de la camiseta. Y es muy probable que la invasión del trabajo mal hecho que usted denuncia en su carta, sea una secuela más del exacerbado relativismo que nos aqueja.  Es harto complicado argumentar la importancia del trabajo bien hecho mientras persistamos en la falacia relativista que reniega toda posibilidad de discernir lo malo de lo bueno. Somos imperfectos, es verdad (y esta es la razón por la cual nos es tan dificultoso acceder a un conocimiento claro y distinto), pero también es cierto que tenemos la capacidad de pensar la perfección e inferir los caminos que nos acercan y alejan de ella. Desestimar este desafío significa renunciar a nuestra humanidad perfectamente imperfecta. 

Es realmente bella la referencia que hace en su carta a la tradición judeo-cristiana, según la cual el trabajo del hombre contribuye al perfeccionamiento del universo creado por Dios. Porque a partir de ella se alumbra la idea de que trabajar es estar en la cancha (¿podemos, acaso, sortear ese destino?), y que hacerlo bien es jugar de la forma que juzgamos más apropiada para dar a luz la mejor versión de nosotros mismos. l

 

Comentarios

Registrate gratis y seguí navegando.

¿Ya estás registrado? iniciá sesión aquí.

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 345 / mes

Elegí tu plan

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Te quedan 3 notas gratuitas.

Accedé ilimitado desde US$ 345 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 345 / mes

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Elegí tu plan y accedé sin límites.

Ver planes

Contenido exclusivo de

Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.

Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá

Cargando...