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Menores presos: vivir entre ratas y paredes derruidas

Entre roedores y serias dificultades edilicias se trabaja para intentar rehabilitar a los adolescentes que cometieron, principalmente, rapiñas y homicidios
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03 de noviembre de 2018 a las 05:04

En el baño, como en gran parte del centro, todo es cemento: los retretes –tres–  son anchos y circulares con separadores de poco más de un metro de altura. Las paredes están pintadas de azul y verde y el olor, entre agrio y ácido, se percibe apenas se entra. Hay un water que no tiene cisterna, y el otro pierde agua.

Los cubículos no tienen puertas porque el protocolo de seguridad así lo establece, pero tras la exhortación de la Institución Nacional de Derechos Humanos de dos años atrás se aceptó que desde una de las esquinas de adelante se construyera un pequeño recodo –de no más de 30 centímetros– de modo de obstaculizar en algo la mirada del educador, que debe pararse a la entrada del sanitario para cuidar que todo transcurra en orden.

“¿No sintió el olor a pintura? El domingo de noche terminaron de pintarlo. Se lo doy garantizado”. Víctor Mango, presidente de la mesa sindical del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (Inisa), sostiene que las autoridades del hogar Desafío, ubicado en la calle Chimborazo, trataron de corregir de apuro –ante la visita de El Observador al centro– lo que días atrás habían revelado una serie de fotos publicadas en varios medios de comunicación: el mismo baño, pero sin pintar, con paredes descascaradas. 

Las fallas edilicias son un problema estructural al que el Inisa se enfrenta desde que nació en 2016, y que afecta a muchos de sus 14 centros. Los funcionarios no pierden oportunidad para denunciarlas, y las autoridades responden que hacen lo que pueden: que en algunos casos las construcciones son muy añejas –algunas de comienzos del siglo pasado–, y que en otros la responsabilidad es empresarial, de quienes llevaron adelante las obras.

Aquí, en el hogar Desafío, que fue hace muchos años un convento de monjas, la humedad recorre los pasillos y se instala en paredes, de las que brotan manchas. La escalera que conduce al segundo piso tiene peldaños rotos y los cuartos donde duermen los adolescentes –infractores de entre 13 y 15 años– están sucios. 
“Es un edificio antiguo, y para mantenerlo hay que hacerle algo todos los años”, dice a El Observador Leonardo Silva , el director de la institución.

Cuando El Observador lo recorrió en la mañana del lunes, los propios internos pintaban las puertas de los dormitorios. 

Los cuartos no tienen aire acondicionado y tampoco hay calefacción por razones de seguridad. “En invierno les damos tres, cuatro frazadas”, dice Silva.
Pero pese a todo, según Mango, deben reconocerse méritos: “Hay un proyecto armado desde hace bastante tiempo y se trabaja bastante bien: tanto el equipo de dirección como el de trabajadores hacen un esfuerzo muy grande, y eso que, hasta la fecha, ahí se mataron dos chiquilines”. Dos de los cuatro que se suicidaron en los últimos tres años estando bajo protección del Inisa, período en el que Gabriela Fulco está a cargo del organismo de los menores infractores.

Rehabilitar

En el hogar Desafío conviven 11 adolescentes –tres que aguardan sentencia y el resto con condena–, y todos, salvo uno, están privados de libertad por participar de rapiñas. Juan Ravetta, director de Programa del Inisa, afirma que la inmensa mayoría de los adolescentes recluidos lo están por cometer robos violentos, aunque también hay algunos que cometieron homicidio.

La rehabilitación de los menores infractores es una utopía para buena parte de los trabajadores de Inisa, pero Ravetta asegura que si no creyera que es posible se dedicaría a otra cosa, y menciona ejemplos de internos que hoy tienen trabajo estable.

Silva, en cambio, es más escéptico. “Es difícil garantizar la rehabilitación. Uno trabaja, pero es complicado. Tenemos un equipo de técnicos que trata de lograr que el adolescente egrese con un cambio en su familia, porque también tratamos de incidir afuera: nuestras técnicas no son de oficina, sino de campo –explica–. Si hoy cae uno, mañana ya estamos entrevistando a su familia. Pero es muy difícil: muchas veces no tienen si quiera figura paterna”.

Según ha reconocido Fulco a El Observador meses atrás, el Inisa cuenta con un programa de rehabilitación que sigue un modelo internacional, pero no cuenta con los suficientes recursos para implementarlo de la mejor manera. Hay una docena de equipos integrados por psicólogos que trabajan en sesiones grupales pero, a diferencia de cómo se aplica el tratamiento en lugares como Estados Unidos, en donde los profesionales acuden a las instituciones todos los días, en Uruguay solo lo hacen una vez por semana y en terapias de dos horas. 

“Es como dar la dosis mínima del medicamento, cuando en realidad habría que entrar con mucho más vigor para que no se deshilache lo que se está trabajando”, lamentó entonces Fulco.

Desde hace un año y medio, en el centro que dirige Silva se lleva adelante, además, un programa que gira alrededor de una idea: que el menor pueda asumir la responsabilidad de lo que hizo haciendo una devolución a la sociedad, como pintar murales en edificios públicos. Y se basa en dos pilares: en la obligación de completar los estudios formales y en la recepción de educación cultural, como ir a espectáculos musicales. “Tratamos de arrimarles otras cosas que de otro modo nunca conocerían: este año, por ejemplo, hemos ido al Teatro de Verano”, dice Silva.

En un rincón de un patio interior está sentado un adolescente en actitud displicente. Tiene los pies apoyados en otra silla y está rodeado por cuatro adultos. Espera que lo pasen a buscar porque tres veces por semana asiste a una serie de cursos prácticos en el Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional (Inefop). Allí estudia, entre otras cosas, gastronomía. 

Es un adolescente de 16 años que también es alumno de quinto de liceo, y quiere ser médico. Pero los educadores le sugirieron que buscara trabajo antes porque medicina es una carrera muy larga. Viste un buzo marrón gastado y en su brazo derecho lleva una pulsera azul. Está condenado por un homicidio.

Ratas en la comida

Cuatro jóvenes que están encerrados a la espera del juicio pintan cuadros en el patio del Centro de Ingreso de Adolescentes Masculinos (Ciam). Uno de ellos tiene prontas tres pinturas y en una de ellas escribió: “Evelyn te amo”. En una imagen hay dos niños tomados de la mano que observan el atardecer al frente de la bahía; en otra, una pareja muy parecida mira el mar durante una noche estrellada; y en la tercera hay dos gatos arriba de una rama, con la luna en el fondo del cuadro.

El autor se presenta, deletrea su nombre, y en lugar de usar “sí” para dar la razón a sus interlocutores, dice “claro”. No sabe cuánto tiempo le queda pero tiene en la memoria la fecha en la que ingresó: “El dos del diez”.

Aquí hay más de 70 internos que esperan que la Justicia los convoque a audiencias para sentenciarlos o absolverlos. El Ciam es el lugar al que corresponden  las fotografías que circularon la semana pasada que mostraban ratas saliendo de las cañerías.

“Tratamos de evitar que estas cosas pasen, aunque puede ocurrir en cualquier lugar de Montevideo”, dice Gabriela Cristiani, la directora de la institución. 
Y especifica: “Fumigamos cada tanto”.

Ravetta, que participa del diálogo, interviene: “Pasa que en Montevideo está lleno de ratas, al igual que en Canelones. Y si hay una obra cerca, se te llena. En la información que circula hay cierta intencionalidad”, acusa el jerarca.

Luego se refiere a Sarandí, uno de los hogares de la Colonia Berro –en Canelones– en donde también abundan las ratas, según otras fotografías que también circularon en los últimos días: ratas que se comían la comida en una asadera en la cocina.

“Fui a Sarandí, y ahí hay una de las mejores cocinas. Si ves la foto, lo único sucio que hay es la asadera con la sobra de la cena, que debería haber ido al tacho de basura. En Berro no podés dejar nada porque el campo está lleno de ratas. Vos fumigás adentro, e igual entran. Entran, comen y se van”, insiste el jerarca. 
Minutos antes, en una sala contigua, un adolescente de 17 años que terminó una clase de un taller, conversaba con Cristiani. Estaba sonriente, con una gorra que decía “I love haters”. Le preguntaba a la directora si no estaba orgullosa de él, que hacía tiempo que no incurría en malas conductas y le contaba que el 6 de noviembre tenía audiencia y tal vez entonces sabría hasta cuándo estará encerrado.

Pero la escena cambió en un segundo. Se acercó un celador que le dijo que demoraría unos minutos en requisarlo para que pudiera ir a almorzar –como lo marca el protocolo–, y el joven estalló: “Andá, la demorás toda, me ponés cara de loco, no descansés. Dos horas tenemos que esperar, corte gil. Si no tenemos nada”, gritaba, indiferente a los pedidos de que se calmara. Luego se retiró hacia una ventana y la golpeó, con fuerza, seis veces.

Una hora antes, en la sala de informática de Desafío, un adolescente con cuerpo de niño trataba de aprehender un mensaje: en su computadora miraba Selección Ganadora, un cortometraje colombiano que cuenta la historia de un niño de una comuna de Medellín que aspira ser futbolista para salvar a su familia. La película muestra que su hermano, dedicado a la delincuencia, le quita la pelota de las manos y le entrega un arma para obligarlo a asaltar a un comerciante, mientras le dice que la pelota no le dará dinero pero el arma sí. El joven entra al supermercado con el revólver en su pantalón, pero al momento de sacarlo para dispararle al comerciante, se arrepiente y, perseguido por las intricadas calles de la comuna por su hermano y otros miembros de la banda, llega hasta la cancha  de fútbol donde entrena su equipo, y se salva.

Tres ingresos de las últimas semanas
El 23 de setiembre la Justicia imputó a un adolescente de 17 años para quien la Fiscalía es el asesino de Inti Lois, un niño de ocho años que, de acuerdo al informe forense, murió de forma violenta: tenía lesiones en sus extremidades y un informe forense reveló que había indicios de abuso sexual. Está en el Inisa esperando condena. 
El 16 de octubre, la Fiscalía envió a prisión como medida cautelar a una adolecente de 17 por intentar varias rapiñas y por extorsionar a vecinos para desalojarlos de  sus casas en Casavalle. Era una integrante de peso de una de las bandas de narcotraficantes de ese barrio, Los Chingas. 
Por último, el 25 de octubre la Justicia condenó a tres años de internación en el Inisa a una adolescente, también de 17, por el homicidio de Claudia Ferreira, una madre de 45 años asesinada el 29 de mayo mientras iba camino a su casa en Neptunia. Quiso asaltarla.

 

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