Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Mi vida de antes y Camilo Sesto

Con el implacable paso del tiempo uno cambia, y algunos cantantes suenan mejor
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21 de septiembre de 2019 a las 05:03

Es noviembre y 1973. Se acaba el año, último de la preparatoria y de una etapa no sé si feliz de mi vida. Por entonces lo mejor era la juventud, y yo aún no lo sabía. Sin embargo, si tuviera la posibilidad de rebobinar y volver a ese año, no lo haría. Paso. Con mi amigo Manuel Arduino, genio original, vamos a la fiesta de despedida de la clase en casa de XX (no menciono su nombre pues es una figura pública, con la cual, desde esa noche, no he vuelto a hablar). Como con mi amigo éramos –y yo todavía– fanáticos de la música, llegamos al ágape cargados de discos, 99 por ciento de los cuales eran de rock. 

En una época difícil para la historia del país, con Manolo intentamos dar un golpe de Estado en el tocadiscos apenas llegamos. La música que salía del aparato era insoportable. Le llamaban “porteñada”, y había quienes, multitud, a los que les encantaba. Decían que Los Náufragos y Banana eran lo mejor. En un descuido de la señorita XX, cambiamos el disco que estaba sonando y que las bellas de la clase celebraban de una manera para nosotros incomprensible. Tal como el pasado bien lo destaca, la superficialidad no es producto exclusivo de los días actuales.

A la dueña de casa le pareció que estábamos hablando en chino mandarín cuando le preguntamos si podíamos poner alguna canción de Houses of the Holy, de Led Zeppelin, o de Exile on Main St., álbum extraordinario de los Rolling Stones. Hizo cara rara, como de asco o desconocimiento, que en ocasiones son sinónimos. Esa vez, una de ellas. Los pitucos no escuchaban esa música. “Pero esta sí la debés conocer”, le dije, sabiendo que no la conocía, mientras sin decir agua va puse en el tocadiscos La Grange, de ZZ Top, una de las mejores canciones de la música estadounidense, proveniente del álbum Tres Hombres, que nos había llegado de casualidad, pues por entonces en Uruguay nadie conocía a la banda texana que recién se haría popular diez años después. 

Cuando comenzó a sonar La Grange y subimos el volumen, pensamos que lo mejor estaba por comenzar, pero, obviamente, nos equivocamos. Con un carácter temible que seguramente la ayudó luego a trepar en su vida profesional, XX nos dijo, más que molesta, realmente furiosa, que éramos unos malos educados –“ordinarios” fue la palabra que usó– por querer imponer nuestro gusto y que la música que habíamos traído era “basura”. La primera parte de su comentario no me afectó para nada, pero la segunda sí, mucho. ¿Cómo podía decir que Led Zeppelin, que los Rolling Stones, que ZZ Top, eran “basura”? 

¿Cómo podía decir que The Who, Deep Purple, Alice Cooper, eran “una reverenda porquería”, si nos había corrido de las cercanías del tocadiscos antes de que pudiéramos tocar alguna de sus canciones? Que dijera eso de la música que era nuestra vida rebasó todos los límites. Nuestro final, el de nuestra presencia en la dudosa fiesta, llegó tras unos segundos de gloria auditiva. Mientras Manolo, diplomático nato, trataba de convencerla de que éramos los DJ ideales para ambientar la reunión, yo hice sonar el que era mi disco favorito y que es aun extraordinario,

Desatormentándonos, de Pescado Rabioso. No habían pasado ni dos minutos de Blues de Cris, cuando la tirana dijo que lo mejor era que nos fuésemos “enseguida”. Si éramos expulsados de manera cobarde por poner música extraordinaria cuyas letras eran poesía (“Cansado de gritar por Cris, / Mi mente está colgada como un árbol. / Cansado de luchar por mí, / Atado a mi destino / Al borde del camino volveré”), y no “basura”, como la que los asistentes se disponían a oír, no quedaba otra que marcharse. Y con la cabeza alta. La salida obligada de esa fiesta fue mi primer exilio. Años después le conté la historia a Luis Alberto Spinetta, uno de los tipos más generosos que he conocido, y se moría de risa. “Buenísima”, me dijo.

Sin darnos tiempo a nada, de muy mal modo, la dueña de casa indicó el camino a la puerta de salida, el cual conocíamos muy bien pues habíamos entrado por el mismo lugar. Intentando algo parecido a una tregua, pregunté si antes de partir podíamos comer o tomar algo, cachar al vuelo algún saladito, alguna masita (varias de un saque), un vasito de Pepsi, algo, lo que sea. La intransigente Hitler dijo que no, que no había armisticio, que debíamos irnos. Su odio al rock era tan grande, que le impedía hacer las paces. No nos podíamos ir tan panchos, sin haber comido siquiera un pancho. 

Pero bueno, tuvimos que aceptar el implacable veredicto femenino. El solo hecho de pensar que debíamos caminar varias cuadras con el estómago vacío hasta la parada del 107 despertó mi ira, que hasta entonces había estado dormida. Nunca fui de insultar a la gente y en esa noche, a pesar de las tan adversas circunstancias, no perdí el invicto. 

No obstante, el brutal enojo que tenía, pues desde la mañana no probaba bocado alguno y además la agresividad de la anfitriona iba en aumento, me llevó a espetarle: “Decíme nena, y a vos ¿qué música te gusta?” Como con orgullo respondió: “A mí me encanta Camilo Sesto”.

Quedé mudo. Me hubiera gustado ser también sordo. Solo atiné a replicar: “Nino Bravo es mucho mejor que Camilo Sesto. Hasta Perales lo es”. No tuve respuesta. Sí, era mejor irnos cuanto antes. Imaginé a mis compañeros, sobre todo a mis compañeras, bailando las lentas al ritmo de las canciones de Sesto con su acento español de torero, parecido al del padre de una vecina alias “la gallega”. Permanecer en un hogar ajeno donde tocaran Fresa salvaje (que me sigue pareciendo horrenda), hubiera sido atentar contra nuestra moral estética. 

Rumbo al ómnibus de Cutcsa, que tardó 45 minutos en llegar, decidí que la vida es demasiado breve como para andar prestándole atención a Camilo Sesto y a quienes lo tenían por ídolo.

Es 2019, junio. Estoy en Santiago de Chile enseñando por cinco semanas. Comienzo a ver un programa de televisión, Yo soy, en el cual los participantes deben imitar a un grupo o solista. No le presto atención a lo que pasa en la pantalla, pues leo al mismo tiempo que el programa sale al aire. Solo oigo las canciones. Varios de los participantes imitan a Maluma. Recuerdo la genialidad que un estudiante me dijo días antes: “Los ecologistas que promueven el reciclaje deberían darle un premio a Maluma, pues con basura hizo cuatro discos exitosos”. 

Entre los imitadores aparece uno muy bueno. Percibo que la canción que interpreta tiene cuidada manufactura, de las que ya no se oyen en estos días con música carente de ritmo y melodía, dominada por la monotonía. El desconocido imita a Camilo Sesto y canta Piel de ángel, cuya letra no es poesía como lo son las canciones de Spinetta, de Aute, o de Vera Sienra, pero lo es, casi poesía, en comparación a las denigrantes letras de la música pop actual: “Somos conversación predilecta / De gente que se cree perfecta / Somos de esos amores/Prohibidos a menores/ Por ser como son”. 

Siento al instante –porque la calidad se reconoce– que quizá he estado equivocado en cuanto a mis prejuicios sobre el autor y cantante que a mi tirana compañera tanto le encantaba. Para cumplir con una asignatura pendiente, a los pocos días busco en la discografía de Sesto a ver qué encuentro. Pronto descubro que en comparación con el 90 por ciento de la música pop actual, es Beethoven, mejor dicho Beathoven. 

En su cancionero abundan preseas melódicas, como por ejemplo, Quieres ser mi amante, Jamás, Perdóname, Piel de ángel (su gran opus), ese tipo de canción que únicamente compositores de primer nivel de la mejor música pop estadounidense, de Gran Bretaña, Italia y Brasil son capaces de pergeñar sin recurrir a artificios propios de una producción impostora. Como si las canciones por sí solas fueran poco, las interpreta con un fraseo que en más de una ocasión es formidable, puntuando donde debe, y siendo capaz de llegar a tonos altos con inaudita facilidad, como si no necesitara micrófono.

Vuelvo atrás una cantidad de años. Tengo once de edad, y mientras oímos radio Clarín un sábado de mañana, mi padre dice: “Cuando tengas 40 vas a entender el tango y te va a gustar”. Pero ya entonces el tango me gustaba. Con Camilo Sesto, en cambio, me pasó algo que con ningún otro cantante me ha ocurrido. Antes lo aborrecía, y ahora, desde hace unos meses… Quizá el tiempo, que con su paso todo lo oxida, transforme las cosas y a algunas incluso las mejore. O tal vez uno gane sintonía con ciertas realidades que antes parecían melosas, cursis, incompatibles con la vida de entonces, a la cual solo el rock a todo volumen podía salvar del tedio y la desesperación. 

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