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Natalia Trenchi, la psiquiatra desobediente

Se sabe privilegiada, se rige bajo sus propios credos sin dar cuentas a nadie y tratando de extraer los núcleos esenciales de las cosas. Natalia Trenchi, psiquiatra y terapeuta infantil, se convirtió en una figura reconocida por su trabajo de divulgación en los medios de comunicación y por su intento de hacer de la salud mental un tema que no sea tabú
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21 de diciembre de 2018 a las 05:00

[Por Andrea Sallé Onetto]

Florida no solo alberga una parte importante de la historia de Uruguay, sino también las raíces de Natalia Trenchi (67). Nieta de inmigrantes italianos y españoles, es hija de floridenses que se conocieron en Montevideo. Lleva el nombre de su abuela paterna, una mujer que quedó viuda muy joven y con cinco hijos a cargo. El mayor de ellos, su padre, dejó sus planes de entrar al liceo militar para hacerse cargo de la sastrería familiar, “y terminó siendo un sastre sumamente conocido”, cuenta Natalia, y añade con orgullo que era “el sastre de los presidentes”. Económicamente le fue muy bien y logró sacar adelante a toda su familia: se encargó de que sus hermanas se casaran con personas de bien —como correspondía a la época— y ayudó a su hermano menor a que estudiara medicina. “Mi padre le bancó la carrera a mi tío Atilio y terminó siendo un neumólogo muy importante. Quizá ese fue mi primer referente de la profesión médica; todos lo admirábamos mucho”. Su otro referente fue su hermano mayor —hijo del primer matrimonio de su padre— que le llevaba veinte años y que era psiquiatra. Así comienza, entre genealogías e historias dignas de una sobremesa de domingo, la conversación con la primera psiquiatra infantil conductista de Uruguay.

En la burbuja

“Fui criada como una niña rica”, confiesa Natalia, quien tiene muy claro que su vida tranquila en una linda casa de Carrasco era la excepción y no la regla. Hija muy buscada y esperada, al nacer se convirtió en el centro de atención familiar. “Cuando nací, empezó a aplicarse el manual de todo lo que no hay que hacer: la sobreprotección, el cuidado. Además, como era linda me vivían lustrando, peinando, poniendo vestidos primorosos, era una especie de figurita”, señala juzgando desde su profesión su infancia. Dice que el nacimiento de su hermano la salvó y dividió un poco la atención, pero de todas formas tenían a su madre a disposición y una cuidadora para cada uno. “Podríamos haber sido un desastre”, confiesa. El momento de elegir a qué escuela iría marcó el futuro de la niña/muñeca. El destino signaba que siguiera el camino de sus primas y fuera al mismo colegio de monjas que ellas, pero su tío Atilio —la cabeza revolucionaria de la familia— intervino y sugirió que fuera a un colegio bilingüe, algo poco común a fines de 1950. Fue así que Natalia terminó yendo doble horario al Instituto Crandon y convirtiéndose en la niña más llorona de su generación, y, quizá, de varias. El colegio era lejos de su casa, la comida no le gustaba y sentía que era una tortura china. “Lloraba todos los días, y cuando digo todos los días no es un eufemismo. ¿Sabés qué es lo mejor que me pasó? Que nadie me tuvo lástima. Llorara o no llorara, todo seguía igual”. La leche cruda como bebida acompañante de los almuerzos de verduras distaban mucho del menú de su casa y Natalia demoraba dos turnos para terminar de almorzar. “Si a mí hoy me traen una paciente en esas condiciones, lo primero que les digo es ‘no la sometan a esto’, es horrible”. Sus padres no sucumbían a sus llantos, el mandato decía que tenía que estudiar y ese colegio era lo mejor que ellos podían ofrecerle. Los años de sufrimiento la fortalecieron y, a la larga, terminó queriendo al colegio, del que hoy forma parte de la junta directiva.

El bachillerato lo cursó en el colegio Seminario, sus padres querían más disciplina para ella. “Cuando terminé el liceo, yo ya era, a ojos de mis padres, demasiado revolucionaria. Ellos habían querido que yo aprendiera a pensar por mí misma y lo lograron, pero después necesitaban algo que me sujetara un poco”. Pero el plan no resultó, Natalia era desobediente intelectualmente, tenía intereses políticos y era discutidora, pero como era buena estudiante, la escuchaban. “En realidad era un ángel comparado con lo que hacen los chiquilines ahora”, dice. Se jacta de que ya siendo adolescente no era fácilmente clasificable. Le gusta desorientar a la gente sobre sus preferencias, sus creencias y hasta su edad. “Creo que tengo una firme ideología, pero es la mía, no la de otros”. Natalia opta por rescatar la esencia de las cosas y asimilar aquello que le sirve a su forma de vida, sin casarse con ninguna institución, partido, teoría o religión.

Las cosas claras

De niña quería ser veterinaria y directora de orquesta, pero cuando llegó el momento de decidir en serio qué carrera seguir, la imagen de su tío, su hermano y una prima que estudiaba Medicina pesaron más. “Lo que tenía claro era que me gustaba la parte de psiquiatría. El haber hecho medicina me dio una mirada mucho más global de lo que es el ser humano, que no somos solo mente, sino que somos cuerpo, individuo social y mente”. Cursó toda la carrera en pleno período de gobierno de facto, con la Universidad de la República intervenida y con cacheos diarios a los estudiantes para poder ingresar. “La verdad que haber estudiado en la época de la dictadura fue toda una prueba de fuerza”, dice y cuenta que en un momento hasta pensó en abandonar, pero no lo hizo. Tener una vida privilegiada la ayudó a poder hacer toda la carrera sin tener que trabajar. Su primer trabajo formal lo consiguió a los 30 años, era honorario y fue en una policlínica de Colonia Nicolich. “Puedo ser un canto de esperanza para muchos padres que tienen hijos que parecen poco trabajadores. Yo una vez que empecé a trabajar me volví supertrabajadora y ahora hago mil cosas”.

Aun siendo estudiante, se casó y tuvo a su primer hijo. Compatibilizar la maternidad con el estudio no le fue un problema gracias a la ayuda de su madre, que quedó viuda cuando el bebé tenía cerca de un año y a partir de allí se dedicó por completo a sus nietos, que en total fueron tres: Camilo, Matías y Agustín. Luego de once años de matrimonio, la pareja se separó, sus hijos tenían 3, 6 y 9 años, y aunque no fue un período fácil, el divorcio fue la mejor decisión. “Siempre digo, y no me creen que no es un chiste, que a mí mis hijos nunca me preguntaron ‘por qué te separaste’, sino ‘cómo te llegaste a casar con papá’, porque éramos muy distintos, teníamos proyectos diferentes”. Al tiempo de divorciarse, Natalia conoció a su actual marido, con quien ya hace más de 25 años que están juntos. “No soy de las que piensa que los divorcios signifiquen un fracaso, creo que son diferentes etapas y que fracaso es quedarse abrazado a la infelicidad”.

Abrir el camino

Antes de recibirse, su convicción de querer hacer psiquiatría como especialidad tambaleó por un momento cuando se encontró con el semestre de pediatría. “Ahí me voló la cabeza, descubrí al niño como ser y quedé fascinada, me encantó”. La disyuntiva le duró solo hasta que se enteró de que podía especializarse en psiquiatría infantil. “Se me juntaron mis dos amores y fue facilísimo”. Aunque la disciplina en ese momento tenía más de psicoanálisis que de psiquiatría, se decidió a incursionar en ella igual. Su hermano mayor, también psiquiatra, junto a un grupo de colegas estaba comenzando a introducir en Uruguay una nueva corriente: la conductual, que luego pasó a ser la cognitivo-conductual. Natalia era más afín a esta corriente, por lo que se sumó a los grupos de estudio para desarrollarse en ella. “Si vos no eras de orientación psicoanalítica en la clínica, no eras bienvenido, no estaba bien visto, porque era lo que representaba a la intelectualidad y al saber de la época. Así que no tuve más remedio que estudiar toda la teoría psicoanalítica sin que me convenciera un ápice y una vez más, como era estudiosa, hacía las cosas bien y era responsable, la gente empezó a respetarme aunque no fuera del mismo hormiguero”. Con el tiempo, Natalia se convirtió en la primera psiquiatra infantil de orientación no psicoanalítica. Obtuvo el título de psiquiatra conductista por competencia notoria porque no había formación formal en esa especialidad. “Me siento muy orgullosa de eso, porque logré mantenerme más allá, no me dejé llevar por la corriente”. Ahora, le quedaba otra batalla: la de hacer inteligible los conocimientos sobre salud mental y bajar a tierra los conceptos, diagnósticos y explicaciones de la Academia a un lenguaje que la gente entendiera.

Todo vuelve

Corría el año 1981 cuando consiguió trabajo como médica certificadora en el Ministerio de Industria, Energía y Minería (MIEM), “El puesto estaba en la otra punta de lo que a mí me interesaba, pero me significaba un sueldo. Yo ya estaba embarazada del segundo hijo y lo valoré muchísimo ese trabajo”. Allí estuvo 13 años, hasta que en 1994 pasó como psiquiatra al Hospital Pereira Rossell. Mientras trabajaba en el MIEM, una vez tuvo que recomendar a un par de colegas que la suplieran durante la licencia y recomendó a dos jóvenes médicos que trabajaban dentro del ministerio pero en tareas administrativas. Años más tarde, uno de ellos se convirtió en un reconocido cirujano plástico que tenía un espacio en un magazine matutino de Monte Carlo Tv. Un día precisaban una psicóloga para una columna y le pidieron recomendaciones, él les dijo que psicóloga no tenía, pero psiquiatra sí. Lo que inicialmente sería una columna esporádica en el programa En Buena Hora, se terminó convirtiendo en una columna semanal en la que Natalia podía hacer eso que quería hace tiempo: poner sobre la mesa el tema de la salud mental y que la gente la entendiera.

En Buena Hora se transformó en Muy Buenos Días y este, a su vez, en Buen Día Uruguay. Fue así que 14 años en televisión, sumado a varias colaboraciones en prensa, la catapultaron como una referente indiscutida de la materia. “Me abrió las puertas para poder hacer el trabajo de psiquiatra que a mí más me interesa: un trabajo abierto a la comunidad. Me obligó además a estudiar mucho, a perfeccionar la habilidad de comunicar para que realmente me entendieran y a no decir nunca nada que no pudiera fundamentar con trabajos escritos. No quería transformarme en una chanta de la tele. Eso lo cuidé mucho y nunca dejé la tarea académica”. La preparación de cada programa la llevó a tener suficiente información recolectada y digerida como para escribir varios libros, cosa que hizo en cinco oportunidades y que está evaluando no volver a hacer. “Me gusta mucho escribir, pero creo que no voy a escribir más libros. Voy a dedicarme a escribir otras cosas. La gente compra los libros pero me parece que no los lee, entonces, voy a ver si le busco la vuelta de otra manera para llegar”. Reflotar su página web es una de las opciones y se abocará a ella este verano. “A la gente si le pasa algo no va a la biblioteca, va a Google”.

Problemas de hoy

En una autoevaluación de sus propias prácticas, Natalia considera que tendría que controlarse más con el uso de la tecnología, porque pasa muchas horas frente a la pantalla por trabajo y por entretenimiento. Justamente, uno de los temas que la tienen preocupada como profesional en la actualidad es el mal manejo de la tecnología en la vida familiar. “No quiero sonar como vieja retrógrada —porque no soy ni vieja ni retrógrada—, pero me preocupa mucho el tema. Creo que no estamos siendo del todo conscientes de cómo está perturbando el mal uso de la tecnología”, dice y agrega: “No puede ser que no podamos estar un buen rato charlando, relajados, sin que alguno pare para mirar si sonó el celular o para chequear algo. El ser humano se construye en ese vínculo mente a mente y los niños hoy tienen interrumpido ese contacto todo el tiempo”. Sin tomar una postura apocalíptica, plantea que es necesario integrar la tecnología sin perder la humanidad. “Si vas a la playa, andá a la playa, no estés chequeando el teléfono”.

Otro tema que le preocupa son las madres que amamantan a sus hijos mirando películas o el celular. “Lo más importante que reciben los hijos del amamantamiento no es la leche, es la conexión, la mirada cara a cara y el arrullo, el contacto físico, lo que le queremos decir a ese bebé en esa interacción. Todo eso se pierde si la mamá está mirando otra cosa”. Si los padres están más atentos a sus smartphones que a sus hijos, a largo plazo puede cortarse la comunicación. “La mente de los chiquilines se sincroniza con la mente de los cuidadores. Si esa mente no está, va a sincronizarse con cosas que anden por ahí”.

Su aspiración es que nos volvamos bilingües en términos de poder conjugar lo tecnológico con lo analógico: saber usar el celular pero también poder leer un libro. Si bien coincide con que la tecnología puede afectar en la empatía, no la culpabiliza de la debilidad empática que estamos viviendo, “de eso vamos a echarnos las culpas a nosotros mismos”, dice. “Somos una sociedad —sin querer generalizar— con mucha violencia reprimida. Pero tampoco soy apocalíptica en esto, porque me encuentro todos los días con gente fantástica, gente joven, productiva, que quiere hacer las cosas bien, que trabaja por un mundo mejor”.

Predicar con el ejemplo

Cuando Natalia crio a sus hijos no contaba con todas las herramientas teóricas ni prácticas que cuenta ahora. El ser madre la ayudó a tener una mirada más amable sobre quienes se animan a aventurarse a tener hijos y a no juzgar. Con los años, su propia experiencia de vida — como el haber pasado por un divorcio— la supo aplicar en el consultorio para demostrar que es posible superar cualquier etapa.

Como profesional, no es amiga de las terapias eternas ni cree que una persona tenga que vivir en terapia, en su lugar, prefiere las intervenciones concretas que le den herramientas al paciente para que después se las vaya arreglando por su cuenta en la vida. En su día a día, si bien se compromete y le dedica tiempo de estudio a cada uno, no es de las que “se llavan los pacientes al hombro” fuera de horario. Su jornada laboral es de lunes a jueves en el consultorio y los fines de semana los dedica a viajar al interior del país a dar charlas o a atender pacientes. Su terapia es descansar, tejer, leer, escuchar música, mirar series y caminar. “La verdad es que me siento una privilegiada en lo que hago, por eso no pienso jubilarme por ahora. Mientras me siga entreteniendo, gustando y me siga sintiendo útil, voy a continuar”.

El vaso medio lleno

“Falta que veamos la salud mental como parte integrante de la salud en general y hay que aprender a promoverla a través de una crianza saludable”, señala Trenchi. Sostiene que además, debe facilitarse el acceso a la atención psiquiátrica. “Cuando yo me recibí no había psiquiatras de niños en las mutualistas, ahora sí. Hay mucho para hacer pero creo que estamos mucho mejor”. También sostiene que es necesario hacer un cambio de cabeza y reconocer que un niño puede sufrir de depresión, tener una fobia, timidez patológica o cualquier otra afección tratable con psicoterapia y/o fármacos, y que eso no es una mancha para la familia ni para el niño. “Hay mucha leyenda urbana sobre la medicación. No soy gran predicadora de usarla, pero agradezco que exista y en algunos casos es necesaria: le puede cambiar la vida a una persona”.

Empezar por casa

Siempre se habla de que la educación está en crisis pero nunca de qué peso tiene la familia en ello. Para Natalia, en la educación y en la formación lo más importante es la familia. “Y cuando digo familia me refiero a madre y padre en primer lugar, pero también a los abuelos, los tíos, los padrinos, los vecinos. Todos deberíamos ser responsables de todos los niños”, señala. Aunque está de acuerdo con que hay que mejorar muchas cosas en la educación escolar formal, también plantea que “los maestros tienen que hacer de maestros, no de padres”. “Lo que tenemos que hacer es ver qué puede aportar cada uno desde su lugar para mejorar la cuestión. ¿Saludo cuando veo a un niño, por ejemplo? Si no lo saludo, después, no puedo decir que es maleducado porque no saluda. Hace rato que dejé de esperar que los cambios vengan de arriba hacia abajo, los cambios de verdad surgen de abajo hacia arriba, de la familia, de las personas y eso va extendiéndose en la sociedad. Por eso me parece que la crianza es tan importante para la vida de un país”.

Escuela para padres

“Creo que habría que darle mucha más bolilla a la crianza”, dice la psiquiatra, que ha dado una serie de charlas llamadas Escuela para padres, en donde brinda consejos útiles para sobrellevar y resolver situaciones cotidianas. “Muchas veces le digo a los padres que no le peguen a los niños y dicen, ‘¿entonces los dejo hacer cualquier cosa?’. No, las opciones no son reventarlo o dejarlo hacer cualquier cosa, hay otra cantidad de alternativas, pero hay que enseñárselas porque ellos quizá no las aprendieron de chicos”. Por eso, considera que la gente debería poder acceder más fácilmente a lugares de orientación en crianza. “Los uruguayos estamos tratando de mejorar el estilo de crianza de los chiquilines, que no ha sido bueno. Somos una sociedad punitiva, donde el castigo físico no solo está aceptado, sino promovido y eso viene cambiado, aunque igual nos sobrevuela. De repente hay padres que te dicen: ‘yo no le pego, solo un pellizcón, una palmada, un tirón de pelo’. Bueno, eso es pegar”.

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