Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

No te mueras nunca, flaco

Genio musical, Luis Alberto Spinetta hubiera cumplido 70 años de edad en estos días
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01 de febrero de 2020 a las 05:02

En el espejo retrovisor, las imágenes que regresan salvadas no son las del paisaje que va quedando muy atrás, sino las de un pasado que pasó hace tanto que ya no sé cuándo. Salto hasta 1975. Quizá fue el año anterior. Uno de los dos, seguro. Gracias a la intermediación de mi querido amigo Ricardo Yates, “el maestro Yates”, tal como lo llama Jaime Roos, la noche que estuvimos hablando de Puvis de Chavannes conocí en Playa Verde, no la de Montevideo sino la de Maldonado, a una argentina que, además de bellísima en el sentido más universal de la pronunciación italiana, era inteligente. Leía todo tipo de literatura, poesía sobre todo. Encajaba en la definición de “perfecta”, aunque, claro, a los veinte nadie es tan riguroso con las cosas del mundo. Encuentra perfección más a menudo, por todas partes. Sin embargo, ahora que lo pienso bien, lo era, perfecta por una razón no solo física y nada fácil de encontrar: tenía la mirada crítica y lúdica de una lectora profesional superlativa. 

Una noche estuvimos hablando de poesía francesa hasta las tres de la madrugada. Otra, hasta más tarde, de los grandes novelistas rusos. En el mundo ya no se encuentra gente joven así. Dejaron de hacerse hace décadas. Una tarde (porque si por mi fuera la podría haber visto a toda hora del día), le mostré lo que estaba escribiendo. Lo leyó sin hacer ni un gesto (hay caras que pueden). Tras la pausa dijo: “Buenísimo” (fue la primera vez que escuché de los labios de alguien esa palabra, además de haberla oído del padre Roberto Tosar a raíz del ensayito que había escrito para su clase de filosofía, qué gran profesor). “Buenísimo”, para ella, vine a saberlo a los dos minutos de que lo dijera, significaba ideal para compartir con otros lectores, y con uno al que jamás imaginé llegaría a tener.

Laura, porque así se llama (vive en la vida y en mi recuerdo, por eso siempre tendré un corazón para la Argentina), me pidió que le diera los poemas para mostrárselos a sus amigos. “¿No querés que se los mande también a Spinetta?”, dijo, dejándome con una sola opción. Imposible hubiera sido decirle que no. Spinetta justo, el mismo, marca registrada sin necesidad de mencionar su nombre, quien por entonces era poeta de los que lo son en serio, y por eso generaba el respeto y veneración tanto de los fieles solo del rock, como asimismo de quienes leían poesía y podían darse cuenta del tino de versos poderosos como: “Mi mente está colgada como un árbol”, o “Las luces que saltan a lo lejos / No esperan que vayas a apagarlas”. 

Un disco de Pescado Rabioso, de 1972, Desatormentándonos, y otro del año siguiente, Artaud, habían cambiado la historia de la receptividad rioplatense. A partir de entonces, la belleza de las palabras bien combinadas podía provenir también del estruendo rítmico creado por guitarras eléctricas y batería trabajando al unísono para reinventar la prosodia de frases nacidas para no ser nunca viejas. Las letras de Spinetta invitaban a acercarse cuanto antes mejor a la poesía, y quienes decidieran asistir a ese ágape sagrado del idioma no regresarían a la realidad de igual manera. La escucha, la más trascendente de todas, la del pensamiento al hacer cómplice de su aventura a las emociones, quedaba aturdida, gozando de una inflación anímica que le permitía al espíritu tocar el techo, incluso ir más arriba, al cielo, o lo que haya por ahí a tanta distancia. Era lo que en ocasiones sucedía. 

Por las cosas mágicas que tiene el Uruguay, y que por sí solas son poesía total, hicimos las fotocopias de los poemas, ¡en una panadería! Medialunas y Xerox. Jamás podré olvidarlo, porque ahí mismo compramos panes con grasa, y la grasa con que estaban hechos manchó las hojas que al día siguiente viajaron a Buenos Aires en el Vapor de la Carrera. Pasó el tiempo, pasaron inviernos y veranos, en ese orden, pasó de todo, y sin olvidarme de Laura me olvidé del posible destino que pudieron haber tenido los poemas, que eran los únicos tres que había escrito. Hasta que un día iba caminando por 18 de Julio rumbo a la Plaza Independencia (en una época era el viaje preferido de los uruguayos antes de que viajaran a Miami y Disneyworld), y me topé con un conocido de los bailes dominicales del Náutico, tan seguidor de Psiglo como yo, quien me preguntó: “¿Publicaste en la revista Pelo un poema?” No sabía de qué estaba hablando. 

Una de las lecciones que rápido aprendí en la vida es a no exagerar a la hora de los triunfos, tampoco a la hora de las derrotas

Cuando tenía plata, esto es, casi nunca, la compraba, pues Pelo era la Biblia –incluso mejor, pues venía con fotos y entrevistas– de toda la música que realmente importaba y que era rock, porque lo demás que sonaba en radios y tocadiscos estaba de más. Vean si no lo que pasó. Me llamó gente que nunca me llamaba –hoy con la indiscriminada proliferación de celulares las llamadas telefónicas perdieron importancia– y llamaron amigos que llamaban poco o más bien nunca (a decir verdad, tampoco fueron tantos), para decirme lo del poema en Pelo, que por entonces tenía mayor popularidad e influencia que Rolling Stone hoy en día, aunque era superior. Se la jugaba por artistas que no contaban con difusión por ser el underground de una época enterrada. A Pelo la leía todo el mundo que leía. Al menos el mundo uruguayo que rodeaba a mi mundo. 

En aquellos tiempos que hoy parecen irreales, en dirección al revés, publicar ahí era lo más parecido a poder hacer realidad en la aldea rioplatense la afirmación de Andy Warhol: “En el futuro, todos serán mundialmente famosos por 15 minutos”. A decir verdad, no sabía de qué se trataba lo que había ocurrido al otro lado del no tan manso río marrón, pues que yo recuerde no había mandado a la revista un poema, ni nada que tuviera palabras, pero igual, para redondear las circunstancias esa vez favorables, fui hasta el quiosco de la esquina y compré un ejemplar. ¿Quién estaba en la tapa? No recuerdo. Publicado en la última página, una de las más leídas, mi poema no había llegado ahí por propia voluntad. Esas cosas ocurren en la literatura, no en la realidad.

Una de las lecciones que rápido aprendí en la vida, es a no exagerar a la hora de los triunfos, tampoco a la hora de las derrotas. Al final, todo pasa, pierde intensidad, y se olvida. A la gente deja de importarle. Por consiguiente, antes que infinita satisfacción momentánea, lo que más me trajo la publicación del poema fue curiosidad. ¿Cómo pudo haber llegado hasta ahí, si yo no lo había mandado? No era necesario ser forense para encontrar la evidencia conclusiva. Debió ser, qué duda quedaba, la conexión Laura-Spinetta, dúo hacedor de mi fugaz dicha, causada por versos y sueños conversos. 

Laura confirmó que los poemas en versión fotocopia manchada de grasa, habían llegado a destinatario, pero que del resto de la historia nada sabía, que no es lo mismo que decir que desconocía todo. Con el tiempo dejé de saber de ella, pero antes de que entre los adioses llegara el último (“¿Cuándo te vas a dar cuenta Julieta, de que los equivocados eran los tiempos?”, dice la canción de Mark Knopler, y fue así), la gran ex me mandó la dirección de Spinetta. “Escribíle”. Fue el último imperativo que recibí de ella. 

No recuerdo bien cómo fueron las circunstancias posteriores, pero tal cual pasa siempre, alguien tuvo algo que ver para que ocurriera lo que luego sucedió. Aunque no lo veamos, el destino se deja ver en las cosas que pasan. El papelito con la dirección de Spinetta, escrito con delicada letra femenina, lo tuve por mucho tiempo en el bolsillo del mismo pantalón, hasta que un día la dirección pasó a residir en un sobre blanco, dentro del cual metí una carta. En la misma le hice a Spinetta comentarios sobre algunas de las canciones de los dos discos mencionados, cuyos surcos parecían zanjas de tantas veces que la púa había pasado por el vinilo. 

Resulta imposible recordar con exactitud qué fue lo que le dije en la carta de no más de dos páginas de extensión, la que comenzaba diciendo, “Querido y estimado Luis…”, pero me acuerdo que la frase final era solo para agradecerle, gracias flaco, y hacerle saber que yo sabía de su generosidad intelectual. Ese mínimo gesto suyo, el de haber mandado mi poema a la revista de mayor circulación de la gran capital de América Latina, hablaba de su calidad como gente. Los “vasos comunicantes”, a los cuales refiere el surrealismo, habían trascendido la mera relación entre el músico y el oyente, entre la estrella y el desconocido. Tampoco en ese entonces el tiempo se detuvo. No paró de pasar. Dada la falta de respuesta, pensé que la carta se había perdido. En esa época no solo desaparecían personas. Spinetta nunca me respondió. Hasta que lo hizo en persona, en el aeropuerto de Carrasco, varios años después, la tarde cuando me contó la historia del poema en Pelo, con pelos y señales. (Primera de dos partes). 
 

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