No hay cartel. Los que lo conocen saben por dónde entrar. En Marismo él va a estar por ahí, pero hay que buscarlo. Si se llega en la mañana, cuando el sol empieza a calentar ese trozo desprendido de José Ignacio, quizá se lo pueda encontrar con los pies al aire, enorme, con el pelo y la barba enmarañados y coloreados por el verano, con la piel tatuada y curtida por el fuego, quizá sentado en una de las mesas de madera que él mismo fabricó, pensando en el bosque, en su familia, en sus cosas, pero eso sí: siempre con ganas de hablar, porque, como aclara, siempre fue muy conversador aunque digan que no. Y de noche, metido en el mismo mundo de arena y gastronomía, puede que lo encuentren frente al horno a leña, acomodando la fogata del centro, muy cerca de la casa –su casa– que vigila todo desde el fondo del restaurante y que unifica su vida profesional y familiar.
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