La escondida
Leonardo Pereyra

Leonardo Pereyra

Historias mínimas

Pica por todos mis compañeros

Quién sabe si las grandes desgracias que aquejan al mundo no son culpa de aquellos que nunca jugaron a la escondida
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03 de septiembre de 2013 a las 00:00

Un profesor de filosofía amigo le propuso a sus alumnos de 15, 16 y 17 años que jugaran a imaginarse un hombre que, llegado de otro tiempo y sin conocimiento del significado de la palabra “robar” ni de sus consecuencias, se viera de pronto trasplantado a una sociedad como la nuestra. Ninguno de ellos pudo crear situaciones complejas o más o menos entretenidas. No supieron aportar más que una comisaría o algún comentario sobre la propiedad privada.

Se trata de adolescentes que leen poco y mal. Y, tal vez, esa sea una de las razones de su abulia. Porque en los libros están los cuentos, las historias imposibles que un día nos ayudarán imaginar mejor para ponerle colores y abstracciones a los grises de la vida.

Pero se me ocurre que a esos jóvenes les falta una cosa quizás más necesaria que la lectura; les falta una historia personal de juegos compartidos, de juegos que vayan más allá de algún macaco saltando y dribleando en la pantalla de una computadora.

Cuando somos niños, los juegos nos preparan para la sociedad que se avecina, para avizorar dónde está el bien y dónde está el mal, para ejercer la solidaridad con esa persona que la quedó temprano y necesita de alguien que haga la pica por él y por todos los compañeros.

Necesitamos del juego para saber que, tanto si ganamos como si perdemos, al otro día las cosas no deberían separarnos de aquel que la tardecita anterior se comió tres goles o de ese que nos sopló una dama.

Lo necesitamos porque necesitamos hacer cosas que no nos abrumen y que si no nos dan felicidad –para alcanzar ese estado se necesitan otras certezas- nos den al menos esa alegría que es la sensación que más se emparenta con el juego.

El soldadito que de pronto cobra vida después de muerto, la mancha venenosa o el teléfono descompuesto nos otorgan una idea de lo abstracto y de lo imprevisto, y el olvidado tutifruti nos propone diversidad y memoria.

En esos momentos -los mejores de la vida junto a aquellos que involucran al amor- recordamos o inventamos una película bien rara como para que les cueste representarla con una simple mímica. La sorpresa y la decepción vienen en un sobre de figuritas que, si sobran, las tiramos a la marchanta.

Tírele una idea a un hombre que ha jugado de niño y es muy probable que se la devuelva coloreada. Haga lo mismo con otro que ha estado ocupado en los números o en una computadora y es casi seguro que le devolverá un adoquín.
Quién sabe si las grandes desgracias que aquejan al mundo no son culpa de aquellos que nunca jugaron a las escondidas.

Pero a no desesperar porque, muchas veces, cuando parece que todo está perdido, aparece alguien inesperado que nos abre la puerta para ir a jugar. Y, como ya fue vaticinado, el último libra a todos.

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