Viví mi infancia y mi adolescencia en la Aguada, en una casa a dos cuadras del liceo Miranda, rodeada de edificaciones grises, viviendas bajas de mediados del siglo XX un poco descuidadas, empresas que cerraban los fines de semana y dejaban desolada la zona, y algún que otro árbol. En 2006 me mudé al Prado y el cambio fue rotundo: me sentía como en un balneario, donde el verde, el sonido de los pájaros y las veredas anchas eran la norma. Hoy, 14 años después, sigue predominando la naturaleza en la zona, pero se hacen cada vez más notorios los proyectos inmobiliarios de complejos habitacionales que a veces “distorsionan” el paisaje histórico residencial, y otras veces lo rescatan y lo potencian.
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