Sus habitantes sostienen que “hace tiempo no se vivía tan bien”. En pleno auge económico, con el respaldo de la ansiada estabilidad política y una sensación de seguridad inhabitual en la región, la capital de Ecuador se organiza y proyecta como una urbe ejemplar.
Prolija, funcional y pensada, aunque sin perder su toque folclórico y latino, esta ciudad de poco más de dos millones de habitantes fue elegida recientemente como el mejor destino turístico de Sudamérica y está nominada para convertirse en una de las siete ciudades maravillas del mundo. Datos, lugares, secretos y perspectivas de un lugar con poca prensa pero que vale la pena conocer. Hace calor y el sol pega fuerte. Las señoras llevan paraguas para protegerse del sol. Un sol que lastima, que ataca sin piedad, porque está 2.700 metros más cerca. Diez minutos más tarde estará nublado y una brisa fresca obligará a ponerse un buzo y una hora después, cuando empiece la lluvia, los paraguas, los mismos paraguas, serán igual de necesarios. Así son muchos días en una ciudad cuyo espíritu y ritmo laten de forma opuesta al clima. El tiempo es cambiante, impredecible, pero la gente, por lo general, mantiene la calma. Acá, a pesar de ser una capital, se vive bastante tranquilo. Quito no es una ciudad que aparezca habitualmente en los diarios extranjeros. A diferencia de sus pares de la región, en esta ciudad no abundan los megarrecitales ni los secuestros exprés, ni hay grandes eventos de moda ni las rockstars se tiran a la piscina desde el balcón de la habitación. No hay inundaciones, no hay bombas. ¿Les suena alguna ciudad parecida? En Quito no pasan grandes cosas y, sin embargo, lo tiene todo: es linda, es coqueta, es cultural, tiene sitios para compras, buena gastronomía, y gente muy amable y educada.
La ciudad prácticamente se divide en dos, geográfica y conceptualmente, en la Virgen del Panecillo, el emblemático monumento en lo alto de una colina que señala los confines de dos mundos que se diferencian bastante
Por eso, esta ciudad de 2,2 millones de habitantes comienza a ser cada vez más popular entre los extranjeros, muchos de los cuales ya no vienen solo para pasear. En agosto, la prestigiosa premiación World Travel Awards designó a Quito como “el mejor destino turístico de Sudamérica”. Este Oscar al turismo llega en uno de los mejores momentos históricos de una ciudad que está resolviendo sus temas de adentro y se muestra cada vez más linda y atractiva hacia afuera; sobre todo, me comentan, luego de un muy elogioso artículo del New York Times publicado en 2008. En 2012, más de 530 mil personas llegaron a la ciudad y se estima que el 2013 se cerrará con números aun más favorables. La pregunta, entonces, surge inevitable: ¿qué hay para hacer? Los que vienen de paseo por poco tiempo prefieren visitar, siempre, el coqueto Centro histórico, el más grande y menos alterado de América Latina. Limpio, seguro, ofrece un exquisito catálogo de iglesias, edificios históricos en pleno funcionamiento. Allí está el Palacio de Carondelet, sede del Poder Ejecutivo, y museos, todos magistralmente iluminados por las noches. Otro plan siempre tentador es alejarse un poco de la ciudad para mezclarse con una geografía única y fascinante. Porque basta recorrer algunos kilómetros para conocer el histórico volcán Pichincha –que le da nombre a esta provincia–, unos pocos más para llegar al helado y hermoso Cotopaxi, o para tomarse un par de horas y conocer la famosa feria de Otavalo o la famosa Mitad del mundo.
Justo en el límite oriental, clausurando la ciudad, se encuentra Guápulo, el barrio más antiguo que también es el barrio de moda, un pedacito de Europa en Ecuador
¿Cuántos días se necesitan para conocer Quito? La pregunta habitual, no tiene respuesta. Si se quiere probar unos buenos cebiches, obtener hermosas fotos de picos nevados, conocer algunas catedrales y alcanzar a tomar unas bielas (cervezas) en algún bar típico, tres o cuatro días son suficientes. Si en cambio el plan es vivir la ciudad, interpretar sus ritmos, entender su pulso, la respuesta, válida para todas partes, es que hay que estar, recorrerla, caminarla.
En ese caso, hay que saber que la ciudad prácticamente se divide en dos, geográfica y conceptualmente en la Virgen del Panecillo, el emblemático monumento en lo alto de una colina que señala los confines de dos mundos que se diferencian bastante. Al sur, la parte obrera y popular de la ciudad. Desalmadas avenidas que juntan chifas(restaurantes chinos) y casas de repuestos de motos, locutorios y puestos de comida callejera que se multiplican hasta el infinito. Un paisaje no muy diferente al de las zonas semejantes de Bogotá, La Paz o Lima: mucho comercio informal, ajetreo, ruido, y una extravagante gama de servicios ofrecidos en carteles de dudoso buen gusto. Al norte del Panecillo, la ciudad, en cambio, empieza a entonar sus notas más sofisticadas y a proponer sus caras más turísticas. Una de ellas es La Mariscal, el barrio de hostales, bares, discotecas y agencias de publicidad donde todos los mochileros pasan al menos alguna noche de farra.
En Guápulo conviven calles empedradas, imperdibles miradores, galerías de arte y personas de todas partes que saludan con un beso a las doñas dueñas de los almacenes donde aún se fía y los clientes tienen nombre
Y muy cerca aparece La Floresta, una zona en la que los flaneurs prefieren perderse para apreciar sus casas antiguas, sus calles arboladas y ese aire un poco más internacional en los cafés con wi-fi que reciben turistas, diplomáticos, yuppies e inconfundibles trabajadores de las industrias creativas. Justo en el límite oriental, clausurando la ciudad, se encuentra Guápulo, el barrio más antiguo que también es el barrio de moda; un pedacito de Europa en Ecuador. En Guápulo conviven calles empedradas, imperdibles miradores, galerías de arte y personas de todas partes que saludan con un beso a las doñas dueñas de los almacenes donde aún se fía y los clientes tienen nombre. Ahí, en la tienda de Laura, a pocos metros de mi casa, empiezo a conocer a muchos de los que no están de paseo. Veinteañeros norteamericanos contratados como profesores de inglés, fotógrafos y artistas sudamericanos que vinieron por tres meses y se terminaron quedando y muchos, pero muchos, cooperantes europeos de ONG. Pero la colonia más grande y llamativa, por estos días, es la de los españoles.
Ser Quito… y no ser Guayaquil
Quito, la segunda urbe de Ecuador, es una ciudad de oficinas. Ministerios, destacamentos gubernamentales, sedes de bancos, de embajadas, de organismos internacionales (como la Unasur), de universidades e institutos nacionales e internacionales (aquí está una de las tres sedes de la prestigiosa Flacso) y ONG. Si Guayaquil es comercial, calurosa, frenética y picante; Quito es más seria, predecible y estructurada. Una de camisa, la otra de saco y corbata, Guayaquil y Quito se enfrentan en la batalla de estilos que suele encontrar a las ciudades más importantes de algunos países. Como Bogotá y Medellín, como San Pablo y Río, como Madrid y Barcelona, la capital y la otra gran ciudad, su espejo, juegan una suerte de relación amor-odio constante, un juego de opuestos que las ayuda a definirse por lo que no son. Se miran, se miden, se comparan. Quito trabaja y organiza; Guayaquil empuja y se divierte. Pero también genera. Más abiertos, audaces y curiosos, los guayacos suelen llegar a importantes cargos en el ámbito público y privado. Varios expresidentes y el actual nacieron en la ciudad costeña. Sobre (Rafael) Correa es imposible no preguntar: cuando el presidente está en la tele todo el tiempo, cuando su figura genera tanta controversia en otras partes, es inevitable soltar su nombre a la segunda o tercera pregunta que se le hace a un ecuatoriano.
¿Y Rafael? A pesar de que muchos no sintonizan con su retórica, el comentario general es bastante positivo en cuanto a su gestión. El aroma del petróleo, que –dicen– antes se escabullía mayoritariamente entre empresas extranjeras y/o manos indecentes, ahora se siente en los semáforos que apilan autos y camionetas nuevos, y se ve en la calidad de las rutas, y en la proliferación de nuevas escuelas y centros técnicos, y en la calidad de renovados y funcionales hospitales. Después de 90 días recorriendo este país, cuento con los dedos de la mano las veces que se acercaron a pedirme limosna. Un gran mérito en nuestra maltrecha Sudamérica: mal o bien, este parece ser un país de panzas llenas.
Vamos a comer
Hay una pregunta que, para muchos viajeros entre los que me incluyo, es una de las más importantes: ¿dónde comer? Los mercados Iñaquito y Santa Clara son imprescindibles si se quiere conocer la parte picante y folclórica y perderse entre un mundo de aromas, sonidos y colores en el que vale la pena probar los deliciosos hornados (cerdos cocinados a fuego lento durante horas), corvinas fritas o cebiches, siempre a menos de 3 dólares. Cuando se piensa en alta gastronomía, todo el mundo en estos días habla de Noe, una casa de sushi que enloquece paladares y es bastante generosa con los bolsillos. Noe está ubicada en la gastronómica y arbolada avenida Isabel La Católica, donde en la misma cuadra existen dos propuestas que nos resultarán familiares: una sucursal de El Hornero, la cadena de pizzerías de estilo uruguayo, y El Parrillón, donde la estrella es el vacío Made in Uruguay. Además, están los restaurantes típicos y de todas las regiones esparcidos a lo largo y ancho de Quito.
No quedan dudas: en una ciudad donde es más barato almorzar afuera que cocinar, si hay algo que no falta son lugares donde sentarse a comer. Aprovechando las bondades del clima, cierro este reportaje escribiendo en la terraza de un cafecito. Al rato, una consultora argentina de Unesco se sienta a la mesa de enfrente y comenzamos a charlar. Jura que le encanta la ciudad, la primera en ser declarada patrimonio histórico de la humanidad (precisamente por el organismo que representa en temas ambientales, en 1978) y que daría lo que sea para que su Buenos Aires tome prestados, aunque sea por un rato, la educación y cordialidad de los quiteños. Un rato después llega María, una estudiante de cine que conozco del barrio, y nos saludamos, y me doy cuenta de que Quito, por ese aire familiar de todos nos conocemos, se asemeja mucho a Montevideo. Una de las tantas diferencias, sin embargo, es que acá la gente no se queja de los precios. Vivir en Quito es accesible. Se puede alquilar un pequeño departamento en cualquier barrio pudiente hasta por menos de 500 dólares, almorzar un menú completo por entre 1,75 y 4 dólares y moverse en transporte público (trolebús, ecovía o metrobús) por 25 centavos de dólar, salvo que se elija utilizar la práctica red de bicicletas públicas BiciQ. Además, si bien es casi imposible conseguir uno en horas pico, los cerca de 8.000 taxis pueden cobrar no más de 3 dólares un viaje diurno de 20 a 30 minutos de duración. El dólar rinde. En estos tres meses charlé con taxistas, con peluqueras dominicanas, con abogados cubanos, con empleados públicos y empresarios locales, y hay algo en lo que coinciden casi todos: acá, con buenas ideas y ganas de trabajar se puede prosperar. Y disfrutar de una ciudad muy bonita. Quito, aunque no aparezca demasiado en los diarios, se deja querer con facilidad.