Opinión > Columna/ Luis Roux

Rimar es necesario

La poesía habita en la memoria para atenuar la frialdad del universo
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06 de enero de 2019 a las 05:00

La poesía era algo muy frecuente en mi casa. Mi madre recitaba de memoria a Rubén Darío y a Gustavo Adolfo Becquer y a Julio Herrera y Reissig y a Almafuerte, aquel que decía, en el poema Piu avanti: “No te des por vencido ni aun vencido,/no te sientas esclavo ni aun esclavo;/trémulo de pavor, piénsate bravo/y arremete feroz, ya mal herido”.    

Desde muy chico aprendí que la poesía era el don que los dioses les regalaban a sus mortales preferidos. El predilecto de las deidades era Rubén Darío y por eso le concedieron la destreza de hilvanar versos tan grandiosos como estos: “La careta negra se quitó la niña/y tras el preludio de una alegre riña/apuró mi boca vino de su viña./Vino de la viña de la boca loca/que hace arder el beso/que el mordisco invoca./¡Oh, los blancos dientes de la loca boca!”

El texto es parte del poema El faisán, incluido en le volumen Prosas profanas, el libro de poesía más sensual y exquisito del que tengo noticia.

Y las rimas de Becquer, claro, la famosísima LIII, que termina a toda orquesta: “Volverán del amor en tus oídos/las palabras ardientes a sonar,/tu corazón de su profundo sueño/tal vez despertará./Pero mudo y absorto y de rodillas,/como se adora a Dios ante su altar,/como yo te he querido…, desengáñate,/¡así no te querrán!”

Solo un uruguayo había en ese repertorio que yo aprendí antes de saber leer. Era Herrera y Reissig, un habitante de la mítica “torre de marfil”, donde creaba universos de una belleza ajena a cualquier estímulo de la realidad externa y podía escribir cosas como esta: “El aire es de terciopelo./Por el camino violeta/cual a través de una grieta/se ve cómo piensa el cielo” o esta otra: “Albino, el pastor loco, quiere besar la luna/en la huerta sonámbula se oye un canto de cuna/aúllan a los diablos los perros del convento”.

Yo después descubriría a Francisco de Quevedo y a José Hernández y a Jorge Luis Borges y a Neruda y a Lope de Vega. La fama de Quevedo es curiosa: se lo recuerda como un bufón de ingenio insolente y burlón, afecto a las bromas de mal gusto y la sátira subida de tono. 

Todo eso fue cierto, pero Quevedo debe ser recordado como uno de los más grandes poetas en lengua castellana de todos los tiempos. Valgan como ejemplo los dos tercetos de su soneto Amor constante más allá de la muerte: “Alma a quien todo un Dios prisión ha sido/Venas que humor a tanto fuego han dado/Médulas que han gloriosamente ardido./Su cuerpo dejará, no su cuidado./Serán ceniza, mas tendrá sentido./Polvo serán, mas polvo enamorado”.

Borges es otra cosa. Sus mejores poemas son cuentos en verso, como El golem, que narra la peripecia de un rabino que logró crear un ser humano –una leyenda judía muy anterior al Dr. Frankestein.  Pero las cosas salieron mal, claro. “El rabí le enseñaba el universo/(esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga)/y logró, al cabo de años, que el perverso/barriera bien o mal la sinagoga”.

El final es inquietante. El rabino medita sobre su creación y a su vez es observado: “En la hora de angustia y de luz vaga/en su Golem los ojos detenía/Quién nos dirá las cosas que sentía Dios,/al mirar a su rabino en Praga”.

No quiero terminar esta antología caprichosa sin mencionar a Lope de Vega.  Lo primero que conocí de él fue el Soneto de repente, en el que finge (o tal vez sea verdad) que improvisa un soneto a pedido de una aristócrata, y lo hace con una cátedra: “Un soneto me manda hacer Violante;/en mi vida me he visto en tal aprieto,/catorce versos dicen que es soneto,/burla burlando van los tres delante./Yo pensé que no hallara consonante/y estoy a la mitad de otro cuarteto;/mas si me veo en el primer terceto,/no hay cosa en los cuartetos que me espante./Por el primer terceto voy entrando,/y aún parece que entré con pie derecho,/pues fin con este verso le voy dando./Ya estoy en el segundo, y aún sospecho/que estoy los trece versos acabando:/contad si son catorce, y está hecho”. 

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