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Sobre pobres y perezosos

Carta del lector Agustín Tosar Rovira
Tiempo de lectura: -'
26 de abril de 2021 a las 05:00

Por Agustín Tosar Rovira

Hay una idea que dice que los pobres son pobres porque pagan el precio de una derrota. Otra que dice que, en tal caso, pagan el precio de una derrota histórica. Hay otra idea que suma información acerca de la disparidad de ese enfrentamiento, complicando la posibilidad de connotar la imagen de lo que comúnmente se entiende por derrota y haciendo pensar más bien en una fatalidad.

Son ideas de cierta madurez, generadas tras experiencias trans-generacionales de frustración y desconfianza, o por la lucidez que capta la evidencia, o por la reflexión libre y auténtica. Pero pululan más las ideas infantiles sobre el asunto. Estas, como seguramente algunas de las anteriores, de alguna u otra forma han circulado siempre y en todos lugares. Estas ideas infantiles pueden resumirse en que los pobres son pobres porque les falta algún talento, o, incluyendo una connotación moral: porque les falta voluntad.

Lo cierto es que la inclusión de la moral facilita la explicación y la conciencia de quienes niegan el sin sentido que subyace a la organización social en que vivimos. Los que ven todo clarito y para todo precisan explicaciones fáciles, rápidas y operativas, también las precisan para cosas tan multidimensionales y estructurales como la pobreza. Nada más operativo que incluir en la idea rápida y operativa un elemento moral: los pobres son pobres porque les falta voluntad. Cuando un fenómeno se explica desde un valor moral entonces todo análisis lógico pierde valor y sentido, pues no está mirando las cosas en el verdadero lugar en que se originan. La lectura moral ayuda a las mentes perezosas y que no soportan el peso de lo complejo.

Suelen ser las que se jactan de ser más operativas y de no gastar energía pensando en cosas inútiles. Asimismo es que la pereza y el reduccionismo de los que están en lugares de generación de opinión pública dinamita las posibilidades de maduración de la misma. Si es que no se trata de complejos maníacos y de omnipotencia, otra de las posibilidades detrás de la necesidad de hablar de forma diagnóstica y tajante sobre realidades tan intrínsecas a la complejidad de las dinámicas históricas que explican las sociedades y sus vidas. Soy uno más entre los que, estresado por su praxis cotidiana alienada, cuando se le acerca una persona a pedirle una moneda corre la cara. Pero no me creo el cuentito de la voluntad. De la responsabilidad del pobre. Acepto mi pecado. De chorro. Ese al que no puedo eludir por mi simple condición de adaptado a una civilización estructuralmente perversa. A una etapa de la humanidad que aún no ha logrado atravesar el nivel mínimo de lo moralmente aceptable en cuanto a funcionamiento social. A una masa hipócrita e histérica, llena de doctores que no sirven para cambiar nada sustancialmente importante. Pago mi precio. Cargo mi culpa. No la confieso a un enviado de Dios para seguir girando liviano y delirante por paisajes cristalinos. Miro sin miedo donde es pesado mirar, pues el conocimiento de lo que ahí pasa ya me acompaña en mis días; no preciso mirar para indignarme, cargo indignación como parte constitutiva de mi ser. Tanto como la alegría de vivir y ser libre, o más aún.

No le creo a los sofismos hechos para entender que todo está bien y es como tiene que ser. Sé que en el fondo todo está bastante mal. Sé que no es responsabilidad de nadie sino de todos los que acá estamos, girando por los paisajes cristalinos. No sé si creo que no sepamos cómo hacer para cambiarlo. No sé si cambiarlo requiere de un modus operandi riguroso previamente diseñado. Sé sí que nos reconforta pensar que es propio de los mártires y de los santos. De los buenos locos de la ciencia laica del ser humano. O buscamos un bálsamo en la idea de un mundo más justo que ya existe en alguna dimensión, que nos trasciende y es infinitamente más grande, donde el que acá duerme en las calles mugrientas allá duerme tendido flotando sin esfuerzo en un mar caribeño. 

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