Subrayar libros, ¿sacrilegio o placer?

La edición de mayo de Epígrafe está dedicada a la apropiación de los textos a través de las intervenciones como subrayados y anotaciones

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25 de mayo de 2022 a las 12:16

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Me sorprendió mucho la cantidad de respuestas que tuvo la última edición. Si lo recuerdan, el tema sobre el que giró la newsletter de abril fue el abandono de libros, la pertinencia (o no) de dejar a un costado esa lectura con la que venimos remando y frente a la que, en un momento, nos rendimos. En algún sentido sentí que me estaba metiendo en el terreno más físico de la lectura; después de varias entregas recomendando y analizando tópicos que tenían más que ver con la literatura en sí, el desvío del último mes me hizo darme cuenta que los libros como objeto, como masa que ocupa espacio, también es un tema que despierta pasiones, furias y alguna que otra indignación. Sus comentarios apuntalaron y compartieron mi tendencia a liberarme de las lecturas sobre las que no puedo triunfar, pero también hubo algunos que estuvieron en la vereda opuesta. Me dijeron que cómo podía ser. Y me gustó eso. Al fin y al cabo, para esto está Epígrafe: para generar ese diálogo de ida y vuelta entre quien escribe y quien lee.

En mayo quise mantenerme en ese plano, en el territorio físico del libro. Pensé durante varias semanas desde qué costado podía abordarlo, de qué podíamos sentarnos a charlar, y se me ocurrieron varias ideas que quizás vendrán más adelante, pero una se impuso sobre el resto. Porque, además, la tengo frente a mis ojos cada vez que abro alguno de mis libros preferidos.

Se trata del acto de subrayar.

Para algunos es un sacrilegio imperdonable que debería ser condenado con cadena perpetua o, mínimo, la imposibilidad de volver a tocar un libro en su vida. Para otros es una manera de marcar una huella, de hacer que la lectura ingrese en el mundo real. O una forma de adherir ese fragmento, esas palabras, a la matriz inasible de lo que nos sentamos a leer. Como sea, es un tema polémico y divisivo, que parte aguas y genera enemistades. Puedo adelantar que estuve en ambos lados de la lucha. Y puedo adelantar, también, que uno de los bandos me conquistó y me tendrá en sus filas de ahora en más. 

Ya sabés que me podés escribir a ebremermann@observador.com.uy y que te respondo. Espero (deseo) que el tema despierte tanto debate como el del mes pasado. Pero para eso hay que empezar de una vez.

Y allá vamos.

Por qué subrayo

Yo cuidaba los libros. Bueno, lo sigo haciendo: tienen un lugar preferencial entre mis posesiones materiales. Pero a lo que me refiero es que yo era un lector histérico. Me causaba pavor doblar las puntas de las páginas, que los lomos se marcaran, que las tapas sufrieran algún tipo de percance, prestarlos y que me los devolvieran destruidos. De allí surgía, entre otras cosas, uno de los conflictos que más contradicciones me generaba en ese entonces: si bien amaba leer en la playa (sigue siendo así), no podía concebir que la arena tocara mi ejemplar (esto ya no me importa). 

El colmo de los males, el epítome del pecado literario, para mí, era el subrayado. Me resultaba ofensivo generar marcas en los libros, señalar pasajes en esos textos que tanto me daban y que, en esa época, consideraba que debían mantenerse inmaculados. ¿De dónde venía esta psicosis? No sé. Pero lo que sí sé es que eso mutó y, casi sin darme cuenta, me pasé al otro extremo.

Conocí nuevas personas, nuevos lectores que tuvieron mucha influencia sobre mí, y fui cambiando mis hábitos. De a poco sentí que mi lectura tenía que dejar huella, que eso que me pasaba con determinada parte del texto tenía que transformarse en una referencia, en la posibilidad de volver y sentir otra vez lo que había vivenciado al ir hacia allí por primera vez. Lo primero fue aprender que la punta de la página doblada es un buen indicador de que en ese lugar hay algo valioso. Es fácil de identificar en el libro cerrado. Pero no fue suficiente.

No sé cuál fue el primer libro que me animé a subrayar. Sé que uno de los primeros fue Los detectives salvajes, y recuerdo aquella instancia de lectura con el lápiz en la mano casi como una liturgia. Sentía que, cuando un pasaje me calaba hondo, tenía que apropiarme de él. Sentía que Bolaño me estaba concediendo el permiso, que las aventuras de Ulises Lima y Arturo Belano se iban a aferrar a mi experiencia con más fuerza, y creo que eso pasó. ¿Que ese libro sea uno de mis preferidos tiene que ver con que está todo marcado, subrayado, que las huellas de mi pasaje por él sean tan explícitas como para volver a abrirlo y tener la posibilidad de reconectarme con quien yo era en ese momento? Es posible.

Hoy, buena parte de lo que leo termina marcado. Incluso anotado. Mi ejemplar de El infinito en un junco, de Irene Vallejo, parece un pizarrón: dejé títulos, subtítulos, anotaciones al margen, párrafos vinculados. Me entusiasmé. Los ensayos suelen llevarme especialmente a la anotación porque siento que así absorbo mejor la información y las reflexiones. Pasé por Una guía sobre el arte de perderse, de Rebecca Solnit, sin soltar el lápiz. Me zambullí en ¿Hay alguien ahí?, de Peter Orner, sin perder de vista las líneas que iba trazando. Odorama, de Federico Kukso, es una cadena de notas al pie de mi parte. Ahora estoy con La noche, de Al Alvarez, y es imposible no marcar algo por capítulo. Y así, decenas de títulos más.

También subrayo novelas o cuentos, pero ahí siento que tiene más que ver con lo estético, con las emociones, que con la absorción del conocimiento. Mis ejemplares de Alejandro Zambra suelen estar salpicados de rayas y resaltados. El Epígrafe pasado hablé de Un futuro anterior, de Mauro Libertella, y por allí también pasó mi trazo. La lista de casos similares en la ficción es larga.

Supongo que habrá quienes estarán horrorizados por lo que cuento. Pero es una práctica más que habitual. De hecho, hace poco alguien me prestó Masa y Poder de Elías Canetti. Está tapizado de anotaciones y rayas, y encontrarme con eso ni me molestó ni me intranquilizó. Al revés: me hizo sentir acompañado. Me intrigó, además. Es el mapa de una lectura ajena, un destello del momento en que ese texto fue finalmente completado por otro. Una huella siempre fresca en la página, cómo las que dejo yo por el camino. 

El arte de dejar huellas

Hace un tiempo la periodista argentina Hinde Pomeraniec escribió una larga nota sobre las rutas de lectura y los subrayados. Recuerdo que en su momento me sentí muy identificado y ahora revisándola para esta newsletter me encuentro con pequeños textos que ella recupera sobre el tema, como estos dos que siguen. Pertenecen a dos escritores fantásticos, Eduardo Halfon y Valeria Luiselli, que dejo a continuación:

«Prefiero los libros de viejo. Me gustan por el aire de imperfección y misterio que los envuelve: las páginas manchadas o dobladas por los dedos de otro; las frases subrayadas o párrafos marcados en amarillo que le dijeron algo a alguien más; las curiosas anotaciones y reflexiones en los márgenes; la eventual dedicatoria en la primera página, a veces enigmática, a veces absurda, a veces del mismo autor.» (Eduardo Halfon, Biblioteca bizarra)

«Yo no llevo un diario. Mis diarios son las cosas que subrayo en los libros. Nunca le prestaría un libro a nadie después de haberlo leído. Subrayo demasiado, a veces páginas enteras, a veces con doble subrayado. (...) Supongo que las palabras, en el orden correcto y el momento oportuno, producen una luminiscencia. Cuando lees palabras como esas en un libro, palabras hermosas, te embarga una emoción intensa, aunque fugaz. Sabes que, muy pronto, el concepto que recién aprehendiste y el rapto que produjo se van a esfumar. Surge entonces una necesidad de poseer esa extraña y efímera luminiscencia, de aferrarse a esa emoción. Así que relees, subrayas, y quizás incluso memorizas y transcribes las palabras en algún sitio -un cuaderno, una servilleta, en tu mano-.» (Valeria Luiselli, Desierto Sonoro)

Entonces se trata, en algún sentido, de poseer lo que leemos. O algo así.

El texto de Hinde, al margen de estas recuperaciones, es realmente bueno y te invito a leerlo completo acá.

Pero hay más. Me gustó, por ejemplo, la siguiente afirmación que se puede encontrar en esta nota de la revista GQ España titulada Manifiesto a favor de subrayar los libros:

«Estoy de acuerdo en mantener la inviolabilidad de los libros en casos concretos como ejemplares de bibliotecas ajenas, primeras ediciones o incluso regalos especiales. El resto de obras están llamando al lector a actuar, y estas marcas son en sí mismas la prueba de que se está produciendo o se ha producido un debate entre ese lector y la obra. Vladimir Nabokov, por ejemplo, debatía con todo lo que leía. La Metamorfosis de Kafka la llenó de garabatos, anotaciones y de pequeños de dibujos de insectos. William Blake y Charles Darwin también fueron prolíficos escritores de márgenes. C.S. Lewis dejó constancia por escrito de lo que le gustaba entintar las páginas: “Para disfrutar a fondo un libro lo trato como un pasatiempo. Comienzo haciendo un mapa en una de las hojas finales, luego hago un árbol genealógico. A continuación, escribo un titular en la parte superior de cada página, finalmente indico al final todos los pasajes que tengo subrayados por alguna razón. A menudo me pregunto, considerando cómo la gente se divierte haciendo álbumes de recortes o de fotos, por qué tan pocas personas hacen un pasatiempo de su lectura de esta manera” decía.» 

Y particularmente interesante me resultó otra idea: la de que uno se puede arrepentir de lo que subrayó. De que puede ser, en el futuro, causal de vergüenza.

«Hay riesgos. Para los compulsivos del lápiz, un regreso a cualquier obra puede acarrear una humillación. Podemos darnos cuenta de haber destacado pasajes superficiales, cursis, de haber anotado obviedades en los márgenes, de haber corregido al autor de manera errónea, habiéndolo malinterpretado. Es la prueba de que cuando nos creíamos capaces de glosar con ingenio éramos mediocres, y eso aviva la sospecha de que lo sigamos siendo. La mediocridad no avisa.» (Subrayar libros, un sacrilegio necesario, Esteban Ordóñez Chillarón) 

Solo una vez me pasó esto último y es tiempo de confesar: cuando leí Rayuela, hace varios años, quedé impactado por el famoso capítulo 7, el del beso. Entonces anoté algo en mi ejemplar, un texto bastante largo y halagador sobre ese extracto de Cortázar, en la misma hoja. ¿Qué decía? No tengo manera de saberlo. Hace algún tiempo la relectura de ese pasaje y mi admiración pretérita me provocaron una suerte de vergüenza ajena y taché todo lo escrito. Furiosamente. 

Supongo que eso también habla de cómo yo, lector, cambio con el tiempo. Y por eso ver la mancha negra, la tachadura, ahora me saca una sonrisa.

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