Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Titiritero y educación

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30 de junio de 2019 a las 05:00

De Leslie Ford,del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena

Titiritero y administrador
 

Para un bibliotecario de mi edad, sería un ejercicio de inútil melancolía detenerse a considerar la distancia entre la Reina Victoria y Camilla Bowles. O la que, en un futuro, pudiera apreciarse entre Disraeli y -Dios no lo quiera, a menos que aprenda a peinarse- el señor Boris Johnson. 

Creo que el escenario institucional y político se ha degradado casi universalmente desde que, en los años 60, empecé a leer los diarios. Pero, más aún, creo que esa percepción mía, por una vez, no es fruto de la vejez, de pensar que todo tiempo pasado fue mejor, sino que responde a una valoración objetiva. Basta pensar en la maravillosa literatura que produjeron Churchill o el General De Gaulle y la que producen ahora, vía Twitter, nuestros actuales líderes (perdóneme el oximorón). 

A usted le indigna  -y, a menos que caigamos en el más puro cinismo, habrá que darle la razón- la impunidad con que el entonces presidente de su país (y actual celebrity)  José Mujica prometió e incumplió dedicar su gobierno a mejorar la educación. Muchas veces me he preguntado porqué las democracias permiten esta mecánica, un tanto universal, de promesas e incumplimientos (que, precisamente en el incumplirse se convierten en mentiras). 

Fíjese en lo que ha pasado en España a propósito del coup d’état que algunos políticos provinciales pretendieron dar en octubre de 2017 para separar Cataluña del resto del territorio nacional español. En aquella circunstancia, prometieron cosas que, a menos que sufrieran de ignorancia insalvable (por demencia senil o deficiencia mental congénita) sabían que eran falsas. Y que por supuesto no se cumplieron. Pero lo más interesante es que ese ramillete de mentirosos (lo digo en el sentido técnico que venimos utilizando aquí), en las sucesivas votaciones, ha mantenido sin merma de ninguna especie, el voto fiel de sus parroquianos de siempre. 

Una manera -esta vez sí, melancólica- de verlo es que la política no tendría mucho que ver con la verdad. Sería sólo un medio probado para que los seres humanos pongamos por obra lo que, al parecer, tanto nos gusta: auto-abolir nuestra propia libertad y nuestro raciocinio y ponerlos en manos de cualquier barato, desorbitado titiritero que nos acepte en su club. Obviamente no me refiero a su país -del que ignoro casi todo: basta pensar en lo que pasó en Alemania (el más educado de los pueblos, en palabras de Freud). Tenemos ahí una primera aproximación al complejo interrogante que termina su carta de esta semana: ¿Cuánta educación se necesita para sostener una democracia?

Pues quizás una cantidad no disponible.

Pienso que la naturaleza viscosa y plural de la actividad política es, en parte al menos, responsable de estas indeseables consecuencias. Porque la política es (Dios salve a Hegel) muchas cosas contradictorias a la vez. En primer lugar, es el titiritero argumentador que nos encanta con su voz y su inteligencia, en el ágora. Pero luego viene la segunda parte (que, en realidad no tiene conexión lógica con la primera), que consiste en que el titiritero, luego de obtener nuestro voto, debe efectuar la administración de la cosa pública. Labor a la que poco o nada le ha preparado su anterior ocupación. A tal punto que podemos afirmar que si algún titiritero se convierte alguna vez en un excelente administrador, eso se deberá a circunstancias que nada tienen que ver con su anterior actividad como titiritero. (Refiriéndose a los gobiernos militares que se sucedían en Argentina, Borges -que por otro lado admiraba muchísimo las virtudes castrenses- se preguntaba hasta qué punto la vida en un cuartel era una adecuada preparación para gobernar un país).

Si fuéramos capaces de crear mecanismos disociativos entre el ágora y el poder de administración que se confiere a los políticos -como los hemos creado entre el cuartel militar y el poder- sí sería muy importante insistir en la educación. Pero no en la educación del pueblo, sino en la de la clase política -y no lo tome usted como un comentario irónico o despectivo hacia el Sr. Mujica, con el que discrepo 100% en este punto.

Tal vez con esto estaríamos ya en un sistema político más cercano a la aristocracia, y aunque quizás usted me lo reprocharía, Platón sin duda estaría de mi lado. 

Si fuéramos capaces de crear mecanismos disociativos entre el ágora y el poder de administración que se confiere a los políticos -como los hemos creado entre el cuartel militar y el poder- sí sería muy importante insistir en la educación.

 

¡Educación, educación, educación…!

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie

En las vísperas de elecciones internas en mi país, titulo mi carta con una exhortación de José (Pepe) Mujica en el día de su investidura presidencial. Su llamado a los gobernantes, incitándolos a escribir todos los días a modo de ayuda memoria (como los escolares que erran en el dictado) “debo ocuparme de la educación”, recibió vítores a lo largo y ancho de un país ya amenazado por la decadencia educativa. Y entonces su proclama adquirió carácter popular. 

Pero para el cumplimiento de esta noble tarea, nuestro ex presidente estuvo lejos de ser un alumno esmerado. Consecuente con otra de sus afamadas expresiones, “como te digo una cosa, te digo la otra…”, poco tiempo después reconoció sentirse aliviado al comprobar que la mitad de los integrantes del nuevo Parlamento no tenía título universitario: “Le tengo miedo a los bachilleres, porque por saber algo se creen que saben todo. Y el que no sabe tiene la humildad de los que no saben, y trata de escuchar y aprender. El que es verdaderamente sabio también es humilde, pero el que está en el medio, el que sabe un poquito, se cree que tiene la capacidad para perorar y hablar de todo”. Puedo imaginar las convulsiones que hubiera experimentado Sócrates (considerado, justamente, el más sabio de Atenas por su “Sólo sé que no sé nada”) ante tan colosal disparate. Quintaesencia de un  maniqueísmo capcioso, la declaración de Mujica es un fatuo elogio a la ignorancia. Porque lo que verdaderamente perturba a los populistas del mercado que especulan con pan y circo es que, gracias a la educación recibida, los que estamos “en el medio” (id est, la amplia mayoría) tenemos más herramientas para descubrir sus artimañas.

Es verdad que la falta de educación de los ciudadanos imposibilita la democracia. No puedo pensar en ningún argumento coherente para refutar su razonabilidad, y por eso entiendo que una sociedad que no se preocupa por la educación de sus ciudadanos es una sociedad a la cual no le es lícito considerarse democrática. 

La votación, a través de la cual se expresa “la  voluntad de la mayoría”, es tan necesaria como insuficiente para garantizar la preservación de los valores democráticos. De hecho, entre la voluntad de la mayoría, y la tiranía que ella misma puede llegar a ejercer, discurre una delgada línea roja que ninguna democracia debe perder de vista, y que sólo una buena educación puede preservar intacta. 

También es cierto que cada individuo se nutre siempre de los valores y creencias propios de su ecosistema familiar. Este input formativo es fundamental e inalienable, pero no podemos descansarnos en él si queremos asegurarnos una convivencia justa y armónica en una sociedad pluralista. Porque el ejercicio de la razón pública, sostén esencial de los valores democráticos según John Rawls,  supone la toma de consciencia de que existen otros iguales a mí en su calidad de ciudadanos, pero con valores, creencias, realidades y perspectivas diversas.

Y si bien es cierto que podemos aprender esto en un libro, es en el encuentro real con el otro donde la discusión se cristaliza y la democracia se encarna. Si la educación comienza en la espacio privado de cada familia, ella sólo se consuma plenamente en el espacio público que los griegos llamaron ágora. Por esto pienso que lo privado sí puede coexistir perfectamente con lo público, pero no debería suplantarlo. Porque no podemos privatizar el ágora sin mutilar a la democracia. 

Lo privado es, por su propia definición, impulsado por el interés individual (tanto egoísta como filantrópico), razón por la cual no podemos dar por descontada su voluntad de favorecer al bienestar colectivo, aunque muchas veces lo haga. A este último interés responde siempre lo público. Y por ende, todas aquellas cosas que estimamos valiosas para la sociedad en su conjunto, como lo es sin duda la educación, deben ser gestionadas en ese ámbito. El problema, y nuestro mayor desafío, es elegir al mejor de entre todos los candidatos dispuestos a administrarlas. Y para esto, antes que nada, como en los dictados de la escuela primaria, debemos aprender a diferenciar la honestidad discursiva de la elocuencia falaz y arbitraria.  

¡Cuánta educación se necesita, estimado Leslie, para sostener una democracia!

 

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