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Todos los meses, salvo diciembre

El fin de año se vive entre la excitación y la angustia que provoca el paso del tiempo, las cuentas pendientes y los estímulos del ambiente festivo
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10 de diciembre de 2017 a las 05:00
Diciembre siempre aparece antes de tiempo, agazapado, traicionero, esperando dar el zarpazo sin que nos demos cuenta. Tal vez lo haga en noviembre, en la recepción del centro de depilación, cuando una mujer de chatitas, pelo planchado, cartera de cuero negra, pañuelo alrededor del cuello y perfume azucarado paga y pide hora para la primera y tercera semana del mes siguiente. O en el almuerzo familiar de domingo, después del café y el turrón de jijona fuera de fecha, cuando alguien tira al aire la pregunta: "¿Dónde vas a pasar las fiestas? ¿Pasás con nosotros?". Y, del otro lado, se escucha la misma respuesta de siempre: "No sé, mamá. Falta mucho". También puede aparecer en el medio del recorrido del 522 mientras alguien con los ojos casi chinos del cansancio mira a través del vidrio sucio y se da de bruces con las estructuras de hierro de la feria Ideas + del Parque Rodó. O cuando la publicidad de Spotify da la orden, a través de los auriculares, que ya es hora de ponerse a hacer las resoluciones para 2018. ¿Ya?

Diciembre esconde –más allá de todas las veces que diremos feliz, felicidad– la idea de que el tiempo se nos va. Y que lo que no pudimos concretar en 12 meses, 365 días, no lo haremos al año siguiente.

Queremos creer que, como en La llegada –la película basada en el cuento Ted Chiang– el tiempo es circular, pero el calendario por más caprichoso que sea nos dice que no lo es.

El más intenso de los meses

Más allá del aire inundado de pétalos de jazmines; de la luz del sol que demora en apagarse; de las cervezas improvisadas en las veredas; de los encuentros apurados e inesperados; de los cachetes colorados; del primer contacto de los pies con el agua; del Río de la Plata en balcones, azoteas y ventanas; de la certeza de que queremos estar juntos aunque estemos, por lo general, separados; diciembre –para algunos, para muchos– es un mes peleador.

La psicóloga especialista en tendencias Verónica Massonier explicó que los estados emocionales propios de fin de año son intensos y pueden incorporar un tono de angustia tanto como un tono de exaltación. "A veces, los dos estados coexisten. ¿Por qué tanta intensidad? Lo primero es registrar el contagio social: plazos que se acaban, situaciones a dejar 'cerradas', estímulos para la compra y el consumo. Todo se integra en la exigencia que muchas veces la sociedad impone al individuo, o el individuo se impone a sí mismo. Como resultado, el clima expansivo y de fiesta oculta o convive con las metas no cumplidas, los exámenes perdidos o las ausencias de seres queridos", dijo.

Y en el medio, claro, el siempre presente miedo a estarnos perdiendo de algo. ¿Qué? No queda claro.

Diciembre es el mes del apuro, del ya, del vamos a vernos antes de que se acabe el mundo, de los conductores furiosos, de los viernes ansiosos, de las ferias navideñas para reventar tarjetas o creer (tontamente) que, por fin, vamos a comprar un regalo más económico y original, de los antiespasmódicos o los digestivos a mano para sobrevivir a los días que vienen después de las noches de ingestas abusivas, del "no llego al verano, pero igual intento y voy a ocupar espacio en esos galpones mal ventilados y repletos de cuerpos que destilan endorfinas".

Massonier desarrolla este signo de los tiempos: "El deseo de vivir a pleno, a full cada experiencia y todas ellas, sin perderse nada. Esto genera, claramente, estímulo y estrés casi en la misma medida. Este proceso es vivido con distintos matices en función de las etapas de la vida. Los estudios muestran que en los adultos jóvenes cada fin de año vuelve a presentarse la evaluación de lo ganado y lo perdido, del éxito y el fracaso: ese "punto de corte" es un ilusorio momento de final y principio. A la vez, surge el sentimiento de exigencia económica (regalos, encuentros, vacaciones) y los balances afectivos".

Tomar resoluciones o morir

Hubo un tiempo en que se empezó a correr la voz de que en diciembre de 2012 el mundo se iba a terminar. Lo decían los mayas, parece. El 12 del 12 de 2012. Perfecto.

No debe haber mejor momento para que todo esto implosione que en diciembre. Por algo a los mayas no se les ocurrió decir que iba a ser el 11 del 11 de 2011. O el 10 del 10 de 2010.

La voracidad del último mes del año no la tiene ningún otro. Diciembre reúne en un espacio de siete días dos de las celebraciones occidentales favoritas: Navidad y Fin de año. Un binomio letal que nos deja arruinados. Y todo se complicó más cuando empezó la moda de las resoluciones para el año que se viene. Según el instituto de investigación de mercado Statistic Brain 21% de los consultados en Estados Unidos pusieron en el puesto número uno bajar de peso y comer mejor. Después aparecen temas como: mejoras personales, tomar mejores decisiones financieras, dejar de fumar, hacer cosas más motivantes, ver más a la familia, encontrar el amor de la vida. La cuestión es que del 41% de norteamericanos que,año a año, hacen la listita, 48% jamás triunfa en sus resoluciones.

Tal vez el éxito se obtenga el día que dejemos de hacer tantos planes. Como canta Lennon en su canción Beautiful Boy, y ya se ha repetido hasta el hartazgo, "la vida es eso que te pasa mientras estás ocupado haciendo planes".

Mi conflictiva relación con fin de año

Soy hija de diciembre. El mes número 12 de nuestro calendario es una de las tantas pruebas de que existo. Y de que envejezco. No soy hija de cualquier día de diciembre. Nací el 23. Crecí respondiendo esta pregunta: "¿Te hacen dos regalos en uno?". Escuchando frases como: "Fa. Qué embole", "Nadie se acuerda de tu cumpleaños", "No podés festejar". Suelo contestar lo mismo: No, sí, sí. No profundizo demasiado.

Los que llegamos al mundo en diciembre nos entendemos, somos algo así como una asociación inexistente de seres que tuvieron la fortuna y la desgracia de nacer en un mes entre hermoso e insoportable. El más intenso de los meses.

Tengo una relación de extremo conflicto con diciembre. Sin que él lo sepa, claro. Sus días me han dado mis golpes más duros esos que te dejan la carne viva y cicatrices que se transforman en marcas de por vida. También ha sido generoso y me ha dado mis sonrisas más queridas, más anheladas. Porque diciembre, claro, durante años fue el mes que anticipaba las vacaciones. Con la adultez y las responsabilidades se resignificó.

Solo una vez le huí. Me tomé un avión los primeros días del mes y volví antes del fin de año. Fui a pasar mi cumpleaños número 27 –y por ende la Navidad– con dos amigas y mi hermano. Miré el mapa y pensé cuál era el país que estuviera más lejos de casa y al que pudiera acceder. Así terminé en Holanda pasando un diciembre bajo cero, con el cuerpo y el corazón en el freezer. Sin el peso de la humedad uruguaya que, es probable, sea lo que más mal me haga.

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