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Trump cierra su mejor semana desde que llegó a la Casa Blanca

Absuelto de los cargos que enfrentaba en el juicio político, el presidente arranca su campaña a la reelección de manera auspiciosa, mientras los demócratas viven horas bajas
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09 de febrero de 2020 a las 05:00

En la era Trump, todo parece girar alrededor de él, de lo que hace, de lo que dice y hasta de lo que tuitea a las 2 .30 de la mañana una noche de insomnio.

De algún modo se las arregla para que todo el mundo esté pendiente y comentando sus acciones para luego salir airoso. 

Estos tres años que lleva en la Casa Blanca dejan la misma sensación que cuando en la década de 2000 conducía el reality show The Apprentice, un gran sentido de incredulidad, mezcla de asombro: ¿de verdad hizo eso y se va a salir con la suya? ¿De verdad puede alguien humillar de esa manera a un participante en televisión y no solo conservar su audiencia, sino aumentarla cada vez más? ¿Puede alguien comportarse abiertamente como un patán y tener éxito?

En Estados Unidos, aparentemente sí. O eso es lo que se desprende de la presidencia Trump. El miércoles 5 fue absuelto por el Senado de los cargos que enfrentaba en un juicio político y cierra una de sus mejores semanas en la Casa Blanca, justo en el arranque de la campaña a la reelección el próximo 3 de noviembre.

Sin duda el proceso de impeachment, lejos de perjudicarlo ante la opinión pública, lo ha beneficiado. Los índices de aprobación a su gestión han trepado ahora a lo más alto desde que asumió la Presidencia: 49% según la encuesta de Gallup, al tiempo que 53% de los estadounidenses rechaza la idea de que sea destituido del cargo. 

Su base electoral ha recibido un estímulo no menos importante. Siempre habían visto al impeachment como una muestra más de que el establishment de Washington solo quiere cargarse al presidente; este resultado les sabe a una nueva victoria sobre esas élites del Beltway y da nuevos bríos a su movilización.

Por si no fuera suficiente, todo el juicio político y sus implicaciones terminaron siendo un acicate financiero sin igual para la campaña de Trump. Solo en el último trimestre de 2019 su campaña recaudó la friolera de US$ 46 millones, casi todo proveniente de republicanos y trumpistas en reacción al proceso que se llevaba a cabo en el Capitolio.

En contraste, los demócratas no dan pie con bola; han sido los grandes perdedores de un juicio político que a todas luces se equivocaron en entablar. Se dejaron llevar por el frenesí de los medios, que, al igual que durante la inopinada investigación sobre la trama rusa a cargo del fiscal Robert Mueller, fogonearon el proceso incurriendo en no pocos excesos a la hora de informar y comentar. 

Los demócratas actuaron esta vez como si se tratara de un concurso de simpatías ante los principales medios del mainstream. Y también parecen haber olvidado que el impeachment es un juicio político, no civil, ni penal. Por tanto, lo que allí prevalecen son consideraciones de carácter político. Los senadores republicanos no iban a votar por una condena a Trump en esas condiciones.

Así, los resultados previsibles están ahora a la vista. A los demócratas les llueve sobre mojado: una base electoral desmoralizada ante un veredicto que no puede ser interpretado de otra forma que como una derrota, y con el único candidato más o menos competitivo que parecen tener, Joe Biden, más salpicado que el propio Trump en el mismísimo asunto que condujo a su impeachment. 

La imagen del exvicepresidente ha sufrido un daño continuado y profundo por el hecho de que su hijo Hunter, sin experiencia de ningún tipo en la industria gasífera, cobraba unas cifras astronómicas por supuestamente integrar el consejo directivo de la empresa de gas estatal de Ucrania, Burisma, mientras su padre era el encargado de la política de Estados Unidos hacia ese país.

Hunter es un lobista de años en Washington, y siempre se había comentado lo sospechoso que resultaban los cargos que ocupaba en firmas que generosamente donaban a las campañas de Biden. Pero esto de Ucrania parece demasiado, y le ha pasado factura al exvicepresidente.

Durante el alegato de apertura de la defensa de Trump en el Senado, su abogada, la imponente Pam Bondi, esgrimió que Biden debe ser investigado por corrupción. Y tan convincente resultó su argumento que por momentos las tornas cambiaron: el juzgado parecía ser Biden en vez de Trump. 

Envalentonada tras el alegato de Bondi, la senadora republicana Jodi Ernst soltó: “Me interesa mucho ver cómo toda esta discusión influye en los votantes del caucus de Iowa. ¿Apoyarán a Biden después de esto? Tengo mis dudas”. La senadora no se equivocaba: Biden se hundió el lunes 3 en Iowa en un decepcionante cuarto lugar. Y no fue la única decepción de la noche.

Precisamente el otro gran traspié demócrata de la semana fue la propia votación de la interna en Iowa, donde un caótico escrutinio plagado de irregularidades se demoró tres días en arrojar resultados oficiales. Por si fuera poco, la concurrencia a las urnas fue llamativamente baja –30% por debajo del caucus demócrata de Iowa en 2008–, lo que revela una apatía preocupante en la base del partido.

La imagen de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, literalmente haciendo trizas el texto del discurso del Estado de la Unión de Trump la noche del martes 4 era la imagen de la frustración demócrata en una semana para el olvido. 

Para colmo el discurso del presidente había sido bastante bueno, desprovisto de sus arengas y diatribas habituales, y por momentos recibió el aplauso a ambos lados del hemiciclo.

Si a todo esto se le suma el buen estado de la economía, con los salarios al alza y el desempleo en mínimos históricos, las posibilidades de Trump de ser reelecto en noviembre son altas. Algo que mortifica a un buen número de estadounidenses, principalmente en ambas costas y en las grandes ciudades. Además, claro está, de la gran mayoría de columnistas, formadores de opinión y periodistas en general a quienes les avergüenza profundamente tener un presidente como Trump en la Casa Blanca.

De algún modo, los enfrenta a un país que no han querido ver y, acaso a algunos, a unos sentimientos propios que tal vez no han querido revisar. Más allá de los modales de Trump, que pueden desagradar a prácticamente cualquier individuo, la xenofobia de su retórica, y el racismo del que se lo acusa, no es una cosa extraña en Estados Unidos. Se trata de un país con profundas heridas y problemas raciales.

Más allá de la gran inspiración libertaria que en su día significó para el movimiento de independencia en América Latina y otras partes del mundo, un país como Estados Unidos, que se demoró casi cien años en abolir la esclavitud y luego otros cien años en otorgar a los negros sus derechos políticos y civiles, no puede ser ejemplo de antirracismo para nadie. 

Hoy pervive allí un racismo descarnado e indisimulado que todavía se puede encontrar en el Estados Unidos profundo; y hay otro racismo simplemente disfrazado de corrección política, pero no deja de ser racismo también. Lo que a muchos estadounidenses realmente los avergüenza es que Trump deja en evidencia sentimientos inveterados que han sido maquillados con estadísticas etno-raciales, eufemismos pueriles y otros artilugios.

Algo similar sucede con Trump como amenaza a las instituciones. Sin duda su marca de populismo y sus tics autoritarios no pueden ser buena cosa para el sistema republicano. Pero creer que Trump por sí solo “está destruyendo el legado de los Padres Fundadores”–como sostienen algunos–, pretender que el Estados Unidos pre-Trump era “el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo” es desconocer los cinco lobistas por cada legislador que operan en el Capitolio, es desconocer las grandes corporaciones que financian las campañas políticas (todas las campañas políticas) y es desconocer el virtual golpe dado al Congreso en 2008 con el rescate a los bancos, en el tristemente famoso Emergency Economic Stabilization Act.

El sistema ya estaba podrido. Ningún sistema sano puede embarcar a todo el país y a parte de Occidente en una guerra total por cuenta de unas inexistentes armas de destrucción masiva. Justamente, Trump surgió como una respuesta a ese sistema. La gente lo votó como alguien que venía a sanear ese sistema, “a drenar el pantano”.

Así, Trump es el resultado de varios quebrantos del sistema político y de la propia sociedad estadounidense. Es un síntoma, no la enfermedad. El problema parece ser que, en este caso, el síntoma podría resultar reelecto. 

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