El día que nació no pudo dormir porque la lluvia parecía una balacera sobre el techo de chapas. Su padre, un siete oficios, trataba de tapar las goteras aunque el contacto del agua con el piso pelado levantaba un olor a tierra mojada mucho más amable que el de los cerdos y las gallinas que pululaban alrededor de su cuna.
Luego, ya mayor, hizo de la pobreza un culto, creía que era una bienaventuranza, e imaginaba dinosaurios tratando de pasar por el ojo de una aguja con el mismo esmero que un rico intentaba ingresar al reino de los sueños. Anduvo siempre con las mismas sandalias, en invierno o verano.
No era un santo. Luchaba contra un cierto rencor interior y en ocasiones no podía con su ira, como el día que irrumpió en uno de esos templos del consumo y arremetió contra vidrieras y compradores, asqueado de quienes ensuciaban con dinero lo que nunca debió ser otra cosa que puro espíritu.
Pagó con cárcel y como el sistema no permite un momento de locura, las autoridades se lavaron las manos y lo enviaron con delincuentes comunes.
Salió más humilde de lo que entró. Con su barba desprolija, sus sandalias gastadas y su ropa raída, golpeó una y otra vez en cada puerta buscando que alguien le hiciera lugar en su mesa. Apenas recibió restos de caridad que compartió con otros porque siempre supo que por más mal que uno esté, siempre habrá otro que está peor.
Harto de todo, una noche de calor subió a un alto desde donde se veían las luces de la ciudad y las bengalas que iluminaban el cielo festejando no entendía bien qué cosa. Entrecerró los ojos como no queriendo ver tanta hipocresía disfrazada de devoción y se dijo para sí: “Estan perdonados, porque no saben lo que hacen”.
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