Ante el rumor de que habría nuevos saqueos, la policía custodió algunas grandes superficies

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El atentado de 2001 y la crisis del 2002 cambiaron el periodismo digital

El mayor problema del periodismo es su materia prima: la vida, algo absolutamente impredecible y difícilmente rebajable a la binaria ecuación blanco o negro
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20 de octubre de 2021 a las 05:03

La cosa comenzó como un diálogo de lo más anodino con mi hija, pero fue escalando hasta que mis mayores temores se materializaron. “Anoche vi Spotlight”, me tiró muy suelta de cuerpo esta adolescente amante del cine. De inmediato se prendió la luz amarilla en el tablero de preocupaciones vocacionales de padre. “¿Vos trabajaste en un diario?”, agregó mientras la alerta pasaba a naranja. “Qué copado es ser periodista, ¿no?”, remató cuando ya el tablero estaba al rojo vivo.

Lo que siguió fue una respuesta de pedagogía prevareliana. Básicamente reaccioné como Pappo Napolitano frente a DJ Dero: “Antes buscate un trabajo honesto”. Espeté la sentencia con la ductilidad de un neardental y con la firme intención de que aquella romántica visión del periodismo no saliera de la playa. Estaba bajo ataque el futuro profesional de la pequeña. No es que odie el periodismo, más bien lo amo, pero quería ahorrarle un dolor de cabeza a la chiquilina. Al final conozco de memoria la ecuación de la profesión: horario largo, sueldo corto, escasez de elogios, sobreexposición al error.

Pero el mayor problema del periodismo es su materia prima: la vida, algo absolutamente impredecible y difícilmente rebajable a la binaria ecuación blanco o negro. Al final el periodista tiene que habituarse a vivir en un descampado de zonas grises y para colmo sin diario del lunes porque es él quien lo escribe.

Siempre que pienso en esto me retrotraigo a un episodio que podríamos titularlo como “La pasante y la epidemia de pilotos ciegos”. La cosa fue así, una apacible mañana de 2001 me encontraba en la Universidad de Montevideo haciendo un curso de periodismo literario –el primero de varios intentos del director del diario por domesticarme– cuando de pronto me llaman urgente de recepción. Era la pasante que trabajaba en la página web y se la notaba algo agitada. Por entonces yo era el editor de la versión digital del diario pero aclaremos que ese no era precisamente el trabajo más cool del momento, en especial porque los periodistas de la edición papel no entendían bien lo que hacíamos ahí.

“Mirá, Simón, un avión se estrelló contra una de las torres gemelas. Para mí, es un atentado pero acá me dicen que debió ser un problema del radar”, me dijo Marcela Moretti, quien había comenzado, casi sin darse cuenta, nuestra primera cobertura en tiempo real de un hecho histórico.

Con el dichoso diario del lunes se preguntarán: “¿Qué duda podía haber de que era un atentado?” Pues bien, consideremos que hasta ese entonces los aviones se secuestraban, no era común que los usaran como proyectiles tripulados. Y la teoría del radar roto era un manotazo de ahogado para explicar lo imposible, porque si bien los radares se pueden descomponer, además haría falta, no uno, sino dos pilotos ciegos que no vieran semejante torre en el camino.

Pero al final era Marcela la que estaba frente al teclado y tenía que poner algo. Pese al reclamo popular de prudencia tituló “Atentado en Nueva York”, y chau. Cuando llegué al diario la teoría del radar roto se fue al cuerno porque un segundo avión explotó contra la otra torre. O había una epidemia de pilotos ciegos o eso era una nueva forma de terrorismo.

Esa fue la primera vez que noté con claridad los cambios que nos imponía el periodismo digital. Habíamos perdido aquello de demorar la entrega de la nota a la espera de que la realidad o una fuente nos diera un indicio más que nos permitiera dormir tranquilos. Ahora había que contar lo que pasaba en tiempo real, cada vez más rápido, con el consiguiente aumento del margen de error. Por ejemplo, de aquel día recuerdo una frase que dijo la periodista de una cadena internacional de noticias que transmitía en vivo los ataques: “Reiteramos que un avión ha ingresado a una de las torres gemelas y no ha salido”. Vaya a saber lo que quiso decir pero sin dudas trató de ser escrupulosa con sus palabras persiguiendo la precisión y la veracidad. El episodio deja claro que seguir las fórmulas no siempre es lo mejor en esto del periodismo, en especial porque a veces la vida no las tiene. Creo que para ser periodista hay que tener lo que tenía Marcela, capacidad analítica, carácter y confianza en lo que se cree correcto. El tiempo confirmó cada una de esas virtudes y otras tantas. Se transformó en una gran periodista. Se nos fue joven, pero siempre la recordaré como la encarnación de la profesional precisa, comprometida y apasionada.

Aquellos fueron años de cambio para nuestra profesión y de un aumento significativo del apetito informativo de nuestros lectores. Y ese hambre de noticias crecería aún más al año siguiente, cuando Uruguay enfrentó la mayor crisis económica de su historia. La crisis de 2002 nos agarró con algo más de práctica porque habíamos visto por televisión el descalabro de Argentina. Al menos eso creíamos.

El 2 de agosto de 2002 lo recordaré siempre como el día de la mayor histeria colectiva que me ha tocado presenciar y el de la noticia que nunca pudimos atrapar.

El final de julio estuvo picado, durante dos días se habían registrado saqueos en la periferia de Montevideo. Creo que era un viernes cuando comenzó a circular el rumor de que una horda de saqueadores se acercaban al Centro de la ciudad. Primero me llamaron mis amigos, después mi madre y hasta lectores para preguntar acerca del avance de la turba.

Después de saqueos a comercios muchos comerciantes atendían a través de las rejas

A media tarde, los comercios del Centro bajaban las cortinas, las empresas comenzaban a liberar al personal para que se fuera a sus hogares, y dos helicópteros de la Fuerza Aérea sobrevolaban la ciudad poniéndole un aire de Apocalypse Now a Montevideo. El horror.

A todo esto ya estábamos buscando humo, vidrios rotos y gente corriendo histérica por las calles, porque, según los rumores, Conan el Bárbaro estaba llegando al viaducto. Comencé a dudar de si nuestros periodistas estaban haciendo su mayor esfuerzo para ubicar a la escurridiza horda. Terminamos teniendo un diálogo delirante con un oficial de una seccional (la sexta) al que hicimos salir a la calle, teléfono en mano, para que nos diera el parte de guerra, porque aquello seguro ya sería Sarajevo. “Mire, acá está todo tranquilo. No hay un alma en la calle”, dijo el policía que debió ser condecorado por el mérito a la paciencia.

Y, claro, cómo iba a ver alguien en la calle si media ciudad y los medios de comunicación nos habíamos pasado la tarde hablando de la mentada horda. A las 20 horas no estaba ni el loro en la calle y creo que aún así no nos convencíamos de que la horda nunca estuvo. Es más, tampoco lo sabíamos, porque no se usaba la palabra, pero ese 2 de agosto de 2002 nos comimos el primer fake de nuestra historia. Algún día me gustaría saber quién fue el genio que se inventó lo de la horda fantasma. Ni Orson Welles lo hubiera hecho mejor.

Sin embargo, parece que estos terribles relatos no han surtido el efecto deseado en la adolescente, a la que hace unos días encontré viendo Todos los hombres del presidente. Solo los triunfos periodísticos llegan al cine, pero la vida del periodista tiene pocos momentos de alfombra roja. Más bien los días pasan corriendo detrás de un dato, de una fuente esquiva y siempre rezando para que la realidad no te arruine una buena nota. Hoy, siete años después de haber dejado la profesión, me queda poco de periodista, tan solo recuerdos de mi primer trabajo honesto, una mención en el pasaporte, y la maldita costumbre de entregar la nota tarde.

*Este artículo forma parte de la edición especial 30 años de El Observador.

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