Hace unos días vi un capítulo de la serie inglesa Black Mirror, que con inteligencia planteaba un dilema sobre conservar todas las imágenes concernientes a nuestra vida. La gente accedía a instalarse un dispositivo del tamaño de un grano de arroz detrás de su oreja que grababa todo lo que la persona vivía. Luego, a través de un control se podían proyectar dichas imágenes en una pantalla rebobinando y seleccionando el tramo de vida que se quería recrear. Hasta ahí todo luce fantástico. El tema del capítulo era en realidad la crisis de pareja de los protagonistas y cómo el dispositivo era usado por ambos para respaldar recriminaciones y cuestionamientos.
Hace unos minutos, mi hijo de un año estaba jugando a mi lado y me paré para buscar mi cámara. Me obsesiona no tener imágenes y videos que me recuerden cada momento, pero como nos sucede a todos los padres, sean fotógrafos o no, cuando llegamos con la máquina el niño ya no está haciendo la misma pirueta.
Y entonces, cuando me afecta personalmente me doy cuenta de que, a pesar de ser un profesional de la imagen me dejo seducir por esta revolución digital, llena de redes sociales, Instagram y celulares con cámara, igual que el resto de la gente. En medio de esta “diarrea de fotografías” al decir del ex editor de la agencia Magnum, Jimmy Fox quiero alimentar la catarata con mis propias imágenes, tal vez no subiéndolas a ninguna red pero nutriendo mis discos duros con miles de fotos que raramente volveré a ver. Tal vez sea el momento de dejar mi cámara en su lugar y disfrutar el ver a mi hijo jugando y ocasionalmente cuando la cámara esté a mano, sacarle alguna foto que respalde la carga de recuerdos acumulados. Digamos que la memoria de nuestros afectos debería estar más cerca del corazón que de nuestros ojos.
El protagonista del capítulo de Black Mirror, luego de la última gran pelea con su esposa, se da cuenta que lo que realmente sobra en su vida es ese pequeño aparato detrás de su oreja derecha. Y se lo quita.
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