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Una paternidad/maternidad trascendente

Mi padre se fue de un día a otro, no sin avisos previos, pero de manera un poco repentina –y adelantada, para quienes lo queríamos- y, sin embargo, apenas eso sucedió, me invadió un sentimiento de profunda paz
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15 de mayo de 2020 a las 05:00

Por Carolina Anastasiadis

Nunca hablé de mi viejo en este blog desde que murió en 2017. No quise caer en cursilerías ni en golpes bajos, mucho menos dar pena. Pero en esta cuarentena lo vengo pensando y sintiendo más que siempre desde aquel 12 de setiembre, en mi búsqueda por entender, aprender y aprehender el sentido de lo que es una paternidad/ maternidad trascendente. Les cuento.

El día que papá murió, volví del entierro y me llegó el mensaje de una amiga querida, con fotos de unas páginas de un libro hindú. Estaba en India y a falta de abrazo pensó que eso podía acompañarme. Creo que nunca supo cuánto ese texto me ayudó a enmarcar la partida de papá. Eran varias hojas. Hablaba sobre la manera de honrar a quienes partían y lo que podíamos aprender de la muerte quienes quedábamos. Entre frases que en el momento me resultaron difíciles de digerir, por ese típico nudo que se nos ata en la panza a quienes dolemos, se colaba una cuestión filosófica que guardé enseguida y emergió fuerte a medida que pasaron los días. Hablaba sobre la existencia significativa. Sobre cómo la muerte nos hace pensar en la vida a quienes seguimos viviendo.

Mi padre se fue de un día a otro, no sin avisos previos, pero de manera un poco repentina –y adelantada, para quienes lo queríamos- y, sin embargo, apenas eso sucedió, me invadió un sentimiento de profunda paz. Estaba desgarrada internamente, pero en paz. Supongo que por la certeza de saber que vivió la vida que quiso y que nos dio todo lo que era. Hizo deporte hasta el último día, se juntaba con sus distintos grupos de amigos, iba al fútbol, al básquet, a sus clases de fotografía, salía con mamá; se entregaba a lo que hacía, entero. Trabajó muchísimo toda su vida, pero tuvo siempre la sabiduría (tal vez heredada) de tener claro en dónde estaba lo realmente importante. Y dedicó tiempo a cada cosa. A amigos, familia y pasiones –que en su caso, eran varias-.

Podría haber vivido 10 años más, 20 tal vez, podría haber esperado otro asado, otro verano, pero al final lo que más cuenta no es tanto la cantidad de años que uno viva sino el cómo. Es claro que quienes amamos al que parte, siempre vamos a querer estirar su vida un capítulo más.

Algo de su despedida multitudinaria me hizo tocar con las manos el final de la vida y entender este viaje con comienzo y final asegurados. Lo que no está asegurado es lo que sucede en el trayecto, el CÓMO, lo que hacemos en el medio de esas dos certezas. Eso pensé ese día, mirando unas flores y odiando su olor a la vez, a pesar que las amo en el resto de los contextos. El sentido y el valor de su vida no hubieran cambiado con dos semanas más, con dos días menos. Ni para él ni para nosotros.

Con la partida de papá entendí que el valor de una vida está en la huella que dejamos en los que quedan y en las vivencias que nos llevamos, porque ningún título (profesional, inmobiliario o nobiliario) alterarán demasiado la felicidad de quienes permanezcan, menos tienen sentido dentro de un cajón. “Lo esencial es invisible a los ojos”, decía el Principito y, claro es, está bastante lejos de la materialidad. Lo esencial se vive, se siente, se experimenta y no sé exactamente de qué manera pero es ley que lo que más cala, tiene que ver con saber desparramar amor. También es ley que si desparramamos, recibimos, tarde o temprano en igual medida. Podemos hacerlo con tibieza y que la vida nos responda de manera tibia, o podemos hacerlo con pasión y tener una existencia significativa. Y seguir presentes y absolutamente vivos, aun habiéndonos ido. Calculo que eso sucede cuando ponemos empeño en el CÓMO.

En el entierro del viejo un amigo suyo viajó durante la noche desde Tacuarembó a saludarnos a mamá, a mis hermanos y a mí –aunque no nos conocía- solo para honrarlo, hubo gente que se me acercó con anécdotas graciosas de días anteriores que involucraban al viejo (jugando a ser Miguel Indurain en el Tour de France que miraba por tv desde la cama y comentaba con sus amigos por whatsapp), compañeros de colegio que me pintaron su niñez, personas que habían trabajado con él en diferentes etapas y sabían detalles de la vida más secreta de mis hijas por los cuentos de un abuelo chocho. También hubo personas que nunca supe quiénes eran, que me apretujaron y llenaron de abrazos. A lo Paul Auster en La invención de la soledad, en esa despedida fui armando a papá de a pedacitos y me pareció mucho más grande de lo que yo ya sabía. No lo digo por esa costumbre humana de enaltecer a los muertos, sino porque pasaron los días y fui descubriendo que atrás de ese arquero de fútbol frustrado con el dedo anular quebrado, de esa persona que tenía un gesto único para oler disimuladamente la comida antes de probarla y decidir al instante si le iba a gustar o no, que en ese grandote con curiosidad de niño y corazón compasivo había una vida significativa de verdad. Con unas cuantas imperfecciones, es cierto, porque es justo destacar también su egoísmo para compartir el helado de vainilla o los panqueques de dulce de leche que creo que nunca supo contar –“me comí 3 nada más”, decía cuando aparecía la fuente vacía-. El viejo a veces tenía pereza, estaba cansado y le faltaba paciencia. Así y todo, su paternidad fue significativa.

Con los días y los años entendí el lugar de mi viejo en mi maternidad. Y probablemente su herencia más fuerte en mi vida. La herencia invisible. Creo que amo escribir porque de niña con él teníamos una correspondencia epistolar que alimentamos hasta el último día del padre, que amo lo que revelan los pequeños gestos porque él me enseñó a verlos y sentirlos; él los retrataba en fotos, yo los atrapo en palabras. Creo también que tal vez escribo por amor –probablemente por eso mismo esté escribiendo esto-, porque si no le pongo corazón a los textos son dignos de ser tirados a la basura, que aprendí que a veces es preferible callar porque no hay palabras para ciertas cosas, que el deporte es una forma de vida, que se puede vivir para comer o comer para vivir (creo que eso se lo sacó a la abuela), que cuando uno ama a alguien nunca está de más la pregunta “¿estás bien? ¿sos feliz?”, por más que a vista gorda la respuesta sea obvia. La gente que te quiere, te ve y tiene mirada fina. Creo que empecé a tomar mate con él en la pista de atletismo a los 6 años porque nunca me llevó agua (mamá la hubiera llevado; eso y torta, y galletitas y budín, y barritas y algo más para compensar tal pérdida de energía); creo que tener su termo y mate hoy es como tenerlo a él conmigo cada mañana, y creo, o más bien SÉ, que está en Floresta cada vez que voy, porque lo siento; y es obvio también que los hibiscos del fondo de esa casa crecen solo para hacerlo reír y que los ve.

En esta cuarentena eso de llevar una vida “significativa” para dejarle algo valioso a mis hijas me ronda la cabeza. Capaz es el viejo tratando de empujarme para que levante la cabeza y vea más allá del encierro, para que a pesar del cansancio que conlleva el trabajo de entre casa, entregue ese poquito más para crear recuerdos a los que ellas vuelvan cuando todo esto pase…y cuando yo pase. Sobre todo, eso.

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