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Una selección caprichosa de películas de los 90 que nos marcaron

En una década plagada de películas legendarias, estas son las que se metieron en nuestro corazón
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25 de agosto de 2019 a las 05:00

Pulp Fiction (1994)

Por Nicolás Tabárez

A los diez años una película me cambió la vida. Era totalmente diferente a todo lo que había visto hasta entonces, y me metió en un espiral de permanente búsqueda y descubrimiento cinéfilo. Kill Bill, dirigida por Quentin Tarantino, fue la puerta de entrada a miles de universos. Pero no fue hasta unos años después que me crucé con su obra maestra. Y de nuevo, fue una revelación. La narrativa no lineal, los personajes memorables, la música, la violencia que es tan cool como excesiva. Todas marcas registradas de Tarantino, que ya conocía por Kill Bill, pero que aquí están llevadas a un nivel magistral. 

Porque, ¿cómo quitarse de la mente al Jules Winfield de Samuel L. Jackson recitando Ezequiel 25:17? ¿A Uma Thurman en la piel de Mia Wallace recibiendo una inyección de adrenalina, o bailando junto al Vincent Vega de John Travolta? ¿Cómo olvidar que en Francia al Cuarto de Libra lo llaman Royale con queso, o que Marvin muere de la peor manera? ¿O el monólogo de Christopher Walken sobre un reloj? Este texto podrían ser solo momentos imborrables de la obra que le valió a Tarantino la Palma de Oro en Cannes y un Oscar a Mejor guión original. Dejemos la lista ahí, y agregue lo que le falta, en su opinión. 

Pulp Fiction se sintió diferente a todo, tanto cuando se estrenó como en el momento en que el es descubierta por cualquiera que se enfrente a ella por primera vez. Tiene una frescura única, y es, sin dudas, un clásico. Marcó su época y dejó una historia para los anales del cine de Hollywood. Es una colección de escenas, personajes y pasajes icónicos, que se deben en su mayoría a la cinefilia canalizada en el rol de director de Quentin Tarantino. Es una película ineludible, inolvidable, e increíble.

Trainspotting (1996)

Por Emanuel Bremermann

En enero de 2009 no hice otra cosa que ver películas pirateadas en la tele del fondo. Tenía quince años, la pubertad me tenía imbancable y el calor del norte me pegaba al sillón y al aire acondicionado hasta la noche. En esa época –a espaldas de mis padres, claro– consumí buena parte del cine que hoy idolatro: Taxi Driver, Pulp Fiction, mucho Vietnam, algunas de Coppola y una sobredosis premeditada de Kubrick que me dejó volando. Y entre todo eso, le di play al DVD virgen en el que había grabado Trainspotting. Solo sabía que era “una de drogas” y que era de Danny Boyle, aunque no había visto nada de él. Y que estaba Ewan McGregor, que para mí era la versión joven de Obi-Wan Kenobi.

Lo primero que me sorprendió fueron los latigazos en el pecho de la batería de Lust for life, con los championes de Mark Renton golpeando las veredas de Edimburgo. Los sentía en el pecho. Enseguida, ese discurso: Choose your life se me atornilló al cerebro y no me lo pude arrancar nunca más. Y después todo el resto: los viajes de heroína, la banda sonora, el acento cerradísimo, las Highland, la tristeza impregnada en esos flacos rotos, el baño más sucio de Escocia, los trenes, la muerte de Tommy, Lou Reed, el bebé siniestro, el video porno perdido, la sonrisa de Spud, la sábana manchada, el tarado de Begbie, la lujuria de Sick Boy, los amigos, las relaciones, la plata, la traición y la redención. Un retrato de la juventud británica que me dejó desnorteado, grogui, con taquicardia y sin entender mucho qué había visto. Pero profundamente feliz, como cada vez que vuelvo a ella.

Matilda (1996)

Por Facundo Macchi

Era verano en el hemisferio norte cuando la historia de la niña con sonrisa pícara, corte carré y una inteligencia fuera de serie llegó a los cines. Y fue un fracaso absoluto.

A Matilda, con un elenco bastante desconocido y un aparato publicitario de cinturón apretado, la arrollaron los éxitos de Disney que salieron ese mismo verano. El jorobado de Notre Dame y la versión con actores reales de los 101 dálmatas –que regaló a una de las mejores villanas del cine con la actuación de Glenn Close– arrasaron la taquilla y recaudaron 10 veces más que Matilda. Los ejecutivos, entonces, la pasaron a la lista negra y le hicieron lo más bajo que le podían hacer a una película por aquel entonces, lo que ningún director, actor o productor quería para su cinta: la vendieron a los canales de cable.

Resultó una jugada brillante. La televisión para abonados y el consumo de VHS se hacían cada vez más fuertes  en todo el mundo y la película tuvo un alcance internacional que hoy los sitios de noticias catalogarían como “viral”. Lo cierto es que con el paso del tiempo y la intimidad de la pantalla chica, la historia fue madurando, haciéndose más real y necesaria. 

El carisma de Matilda, la teatralidad de la directora Tronchatoro, lo bizarro de la familia Wormwood y la calidez única de la pluma de Roald Dahl, que dio vida a estos personajes, convirtieron la película en lo que estaba destinada a ser: un clásico del cine noventero.   

The Truman Show (1998)

Por Stephanie Galliazzi

Sobre finales del siglo pasado la historia de un hombre cuya vida era una mentira construida y vigilada por millones de personas a través de una pantalla de televisión sacudió varias estanterías.  Además de  significar la consagración dramática de Jim Carrey, The Truman Show tuvo un efecto social que fue mucho más allá de la industria cinematográfica: adelantó lo que sería luego el auge de los reality shows, sirvió para ponerle nombre a un trastorno mental con el que las personas se paranoiquean con que su vida es una puesta en escena y predijo lo que pasaría años después en un mundo donde la privacidad es parte de un recuerdo bien lejano. 

Probablemente a muchos se les cayó alguna que otra lágrima cuando Truman descubrió que las cámaras eran su sombra, que sus amigos eran actores contratados para hacer funcionar una máquina siniestra y que las sonrisas de su esposa no eran más que una pose hermética para lucirse entre millones de personas que la veían por la pantalla chica. Pero, las mismas personas que se horrorizaron en los noventa, son parte de la generación que durante los veinte años posteriores alimentó la misma trama en el mundo real, desborando programas donde veinte tipos son encerrados en una casa o en los que una familia millonaria ostenta sus lujos y escándalos y salta así a la fama. Pero más cerca en el tiempo, se trata de los mismos usuarios que hacen ahora de su vida una película, cuando comparten cada paso que dan en Instagram y cada pensamiento efímero en Twitter, o cuando se sienten seguros –o no– con las cámaras que decoran la ciudad. El bombazo del siglo XXI resultó ser mucho más duro que la película dirigida por Peter Weir.

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