Podemos coincidir con el reconocimiento mayoritario entre los analistas políticos acerca de la salud de la democracia del país que refleja el 40% de participación electoral en las internas de los partidos políticos, el pasado 30 de junio, y, de algún modo también, la relación de fuerzas que resultó de la distribución de los votos entre los postulantes de algunas de las colectividades. Pero al mismo tiempo, creemos que la campaña demostró que los partidos tienen que ser más precavidos de las actitudes o ideas -que se dejaron ver en la campaña- que tienen todo el potencial de dañar la calidad del sistema democrático.
Los partidos, los guardianes de la democracia, son quienes pueden terminar alentando o aceptando a postulantes que atraen a votantes, pero que violentan el fair play democrático o impulsan ideas inequívocamente perjudiciales para la salud del sistema.
Durante la campaña de las internas hubo sistemáticos mensajes engañosos, estrategias sucias de marketing político y de mala fe, típicos de los tiempos de la posverdad inundada de fake news y engaños por las redes sociales que desangran a la democracia. Se escucharon opiniones en torno a los problemas de los migrantes que pueden desembocar en actitudes autoritarias y contrarias al respeto a derechos humanos universales.
Desde la década de 1990, el quiebre democrático ya no acontece de forma abrupta y violenta-por un golpe de Estado, como en países Sudamericanos en la década de 1970-, sino que ocurre desde dentro del propio sistema, demuestran los cientistas políticos Steven Lewinsky y Daniel Ziblatt, en el recomendable libro “Cómo mueren las democracias”. Ahora es provocado por líderes elegidos democráticamente que terminan socavando por dentro a las instituciones. El caso de Maduro es el más claro en la región.
La cultura y tradición políticas de Uruguay hacen inimaginable pensar en un líder político que llegue a lo más alto salteándose el robusto sistema de partidos que se remonta a los albores de la patria. Los partidos juegan un papel ineludible en la legitimación de figuras políticas extremas o de inciertas credenciales democráticas como se demuestra en el libro antes citado.
No se trata de prohibir a postulantes o movimientos por sus ideas. Se trata de que los partidos democráticos no faciliten el ascenso de figuras potencialmente peligrosas, una tentación para aumentar el tesoro electoral o asegurarse mayorías para el buen arte de gobernar. Eso puede ocurrir por “alianzas fatídicas” de un partido con fracciones de dudosa raigambre democrática o cuando se realizan acuerdos supra-partidarios sin tener en cuenta el tic autoritario de los socios políticos.
No son decisiones nada sencillas. Cualquier mecanismo en ese sentido es susceptible a una criba autoritaria y se corre el riesgo de caer en conductas similares a las que se quieren evitar.
Pero no es imposible. En el siglo XX en países europeos fue posible alejar a líderes peligrosos sin pasarse de la raya. Más recientemente, en 2016, el sistema político austríaco fue exitoso en evitar el ascenso al poder de un candidato de extrema derecha antidemocrático.
La buena sugerencia de Levitsky y Ziblatt es que los partidos tengan muy presente que para el triunfo de la democracia “a veces hay que dejar de lado la política del poder para hacer lo correcto”. Un sabio consejo.
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