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Violencia en el fútbol: el que tenga miedo debería irse a su casa

El miedo es entendible desde lo humano, pero no desde la responsabilidad institucional. Las herramientas están, pero se necesita liderazgo
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23 de septiembre de 2022 a las 17:31

El discurso sobre la violencia en el fútbol es circular. Cada cierto tiempo da la vuelta completa y se escuchan los mismos argumentos que se decían hace cuatro o cinco años. Un gran hecho marca un mojón, la opinión pública se escandaliza, se debate sobre la connivencia o no de dirigentes con las barras, del poder en la interna del club. El sistema reacciona y, más o menos, la cosa sigue así hasta la próxima crisis.

La última polémica gira en torno al clásico disputado hace tres semanas en el Parque Central. Que incluyó pedradas entre hinchas de varios equipos, parciales aurinegros burlando controles policiales para meter en el estadio un muñeco de una gallina con los colores tricolores y una bandera con la leyenda de un hincha de Nacional muerto, varios minutos del partido detenido por fanáticos aurinegros colgados del tejido, grasa en los alambrados y paravalanchas del sector visitante, supuestos hinchas de Gremio infiltrados para causar desmanes y, finalmente, la quema de instalaciones de esa tribuna también por parte de hinchas aurinegros.

No hubo muertos ni enfrentamientos cuerpo a cuerpo, lo que llevó al Ministerio del Interior a clasificar el operativo como exitoso. Lo que habla del estado de situación de la violencia en el fútbol: acostumbrarnos a una lógica bélica, que ha evitado muertes pero ha desnaturalizado la experiencia del hincha en algunos eventos importantes.

La violencia en el fútbol cambió su naturaleza en los últimos años. El clásico de la garrafa, en 2016, marcó el punto de quiebre sobre el poder de los barras, especialmente los de Peñarol, que disconformes porque la dirigencia –tras mucha presión del gobierno– le había quitado entradas gratis, emprendieron una asonada. El gobierno paró el fútbol y exigió que, de una vez por todas, los clubes y la AUF avanzaran en la adquisición de cámaras de identificación facial, un proceso entreverado y desprolijo desde todos los rincones que fue parte del escándalo del AUFGate.

Pero aquella crisis parió una nueva realidad: las cámaras les complicaron mucho la tarea a los barras. Algunos pasaron a las listas negras, y otros ya no se acercaron a los estadios para evitar ser identificados. No significa que se disolvieran: de hecho, durante un tiempo aprovecharon actividades paralelas como el básquetbol o el fútbol playa para volver a actuar. Siguieron las muertes, pero fuera del entorno de los partidos: Lucas Langhain durante los festejos de Nacional campeón en 2019, “el Washi” en la Vía Blanca de 8 de Octubre, y otro adolescente muerto a tiros por llevar una camiseta de Peñarol mientras andaba en bicicleta.

Los violentos empezaron a retroceder de las canchas. Pero no es una situación normal. Los operativos para los clásicos pasaron a ser cuasi bélicos, especialmente para los visitantes, que tienen que juntarse horas antes, partir en un convoy conformado por varios buses con escolta y abandonar el estadio de la misma manera; en suma, destinar más de siete horas a ir a ver un partido de fútbol. Esta semana el fiscal Fernando Romano planteó su opinión de que los clásicos no deberían tener público visitante. Pero a esta altura es casi una ficción: los operativos son tan salvajes para los hinchas visitantes que los interesados en ir terminan siendo un puñado.

Más allá de esos éxitos, en algún lugar la cuerda de tolerancia a los violentos, que en su momento estuvo tensa, se empezó a aflojar. Los barras volvieron a ganar posiciones en ambos clubes. Y todo eso empezó a quedar a la vista.

Hace cuatro meses un grupo de hinchas de Peñarol cruzó medio estadio, incluidos dos portones, para enfrentarse con parciales de Colón de Santa Fe en un partido de Libertadores. La Justicia imputó a varias personas, pero no quedó claro qué colaboración hubo desde el club. Y no fue el único hecho: el club ya se había negado a presentar denuncia policial luego de que algunos hinchas realizaron pintadas en Los Aromos –el presidente, Ignacio Ruglio, le restó importancia al tema–, y además se retomó la medida de entregar entradas a barras. 

Esta semana la polémica estuvo centrada en cómo y cuándo se engrasó la tribuna donde iban a ir los hinchas de Peñarol. Nacional reconoció en una carta, 16 días después del hecho, que dejó entrar a parciales del club al estadio antes del partido, supuestamente para tapar pintadas ofensivas contra Peñarol, pero que no los registró por tratarse de voluntarios, una excusa poco creíble. Además, dijo que algunas de las imágenes de cámaras de seguridad que le reclamaba la Justicia ya se habían borrado por el tiempo transcurrido, porque nadie las había pedido. 

Todos esos hechos de los últimos meses tienen diferentes niveles de gravedad, pero lo peor es la señal: que el combate a los violentos se flexibilizó. Y hay algunas pistas de por qué: esta semana algunos referentes de Nacional dijeron a funcionarios que investigan los incidentes del clásico que temen dar información por miedo a represalias. "No podemos hablar porque estamos regalados".

Los presidentes de Peñarol y Nacional repitieron en los últimos meses el mismo concepto: “Somos dirigentes, no paladines de la Justicia”, lo cual es un enorme retroceso. El éxito del combate a la violencia en el fútbol se logró porque, en un hecho poco común, todos los actores se involucraron, y la lista negra y las cámaras le sacaron a los dirigentes la responsabilidad de identificar violentos. El miedo es entendible desde lo humano, pero no desde la responsabilidad institucional. Las herramientas están, pero se necesita liderazgo. El que tenga miedo debería irse a su casa.

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