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12 de agosto 2025 - 15:58hs

No hay ceremonia, ni aviso, ni suena una alarma cuando ocurre. Una foto enviada “solo para que la veas ahora”, un audio que se suponía efímero, un mensaje que se borra de un chat, pero no de la memoria del sistema. Todo eso queda en algún lugar que no vemos, que no controlamos, que no sabemos ubicar, pero que existe como si fuera un sótano lleno de cajas con nuestros gestos más vulnerables e íntimos.

Las plataformas se especializaron en darnos cada vez más la sensación de que lo efímero es real. Historias que desaparecen a las 24 horas, chats que se autodestruyen, mensajes que se borran “para todos”. Una especie de teatro perfecto donde el usuario se siente en control y el escenario está diseñado para transmitir ligereza, frescura, seguridad. Afuera, el guion funciona. Adentro, nada se va. Lo que se supone que muere, en realidad se archiva... sin nuestro control.

La lógica es conocida: almacenar es barato, indexar es fácil, y el material privado es oro para el negocio de la personalización. Pero el punto no es técnico. El punto es que esa acumulación invisible altera la relación que tenemos con nuestra propia intimidad. La foto que pensábamos pasajera sigue existiendo. El audio improvisado sigue existiendo. La captura de una conversación sigue existiendo. Aunque no podamos verla, forma parte de un archivo que no controlamos y que, sin embargo, habla por nosotros.

Ese archivo no está hecho de grandes declaraciones ni momentos históricos. Está compuesto por gestos mínimos, muchas veces irrelevantes, fuera de contexto, pero que juntos arman un retrato más preciso que cualquier biografía. No es un álbum, es un inventario emocional involuntario. Y esa es la parte que inquieta: no porque contenga secretos, sino porque reconstruye quiénes fuimos sin preguntarnos si queremos recordarlo así.

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El problema es que nosotros vivimos como si todo lo privado estuviera realmente bajo nuestro control. Creemos en la promesa de que un botón puede borrar lo que sentimos, que un límite temporal puede borrar lo que mostramos, que lo íntimo sigue siendo nuestro si se comparte en condiciones pactadas. Es un pacto que nunca fue justo.

Mientras tanto, la nube sigue creciendo. Cada día se suman millones de fragmentos que nacieron para ser fugaces y se vuelven permanentes. Y si alguna vez ese archivo sale a la luz, lo que se expone no es solo información: se expone el mapa de nuestras contradicciones, de nuestras torpezas, de todo lo que dijimos y mostramos cuando creíamos que nadie más lo iba a ver.

La memoria ya no es biológica sino técnica. La intimidad dejó de estar definida por lo que escondemos y pasó a estar definida por lo que otro decide mostrar o retener. Lo efímero no murió: se transformó en una fachada. Y detrás de esa fachada, nuestro archivo más vulnerable sigue creciendo, línea por línea, foto por foto, palabra por palabra.

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