El fin de semana pasado estaba cenando con un amigo en uno de esos restaurantes donde los platos son demasiado pequeños y las charlas, a veces, demasiado grandes. Mientras discutíamos sobre tecnología y vínculos humanos, no pude evitar notar una escena que se repetía en varias mesas a nuestro alrededor. Cada vez que alguien se levantaba, ya sea para ir al baño o tomar un pequeño respiro, su acompañante automáticamente sacaba el teléfono. No había ni un segundo de espera, ni un momento de introspección. Apenas la silla quedaba vacía, ahí estaba la pantalla. Como si el teléfono fuera un salvavidas en medio de un naufragio emocional.
Mi amigo y yo nos miramos, casi sincronizados, y soltamos una sonrisa de esas que tienen más de tristeza que de ironía. "¿Te diste cuenta?", me dijo, mientras yo asentía. "Es automático. Apenas quedan solos, ya no saben qué hacer con sí mismos". Y ahí, en ese pequeño gesto de sacar el teléfono cuando la otra persona se levanta, vimos un síntoma de algo mucho más profundo.
¿En qué momento llegamos a esto? ¿Por qué nos resulta imposible simplemente estar presentes, sin la necesidad de una pantalla? Es como si el silencio, la soledad de unos segundos, fuera un enemigo que hay que derrotar lo más rápido posible. Y el teléfono, claro, es la espada. Pero lo más perturbador no es que la gente saque el teléfono. Lo inquietante es lo que ese acto revela: un miedo visceral al vacío, a ese momento en el que no hay nada más que vos y tus pensamientos.
Y tengo que ser honesto: yo también lo hago. No siempre, pero a veces, cuando estoy en una situación similar, saco el teléfono casi por reflejo. Como si mi cerebro dijera: "rápido, necesitamos distracción, ¡ya!". Me pregunto por qué. ¿Qué tan incómodo puede ser estar solo unos minutos, en un restaurante, sin tener nada que hacer? La respuesta no es cómoda: es incómodo porque ya no sabemos estar con nosotros mismos. Necesitamos esa conexión constante, ese flujo de información, esa pequeña dosis de validación que viene en forma de notificaciones.
Lo que más me fascina de este comportamiento es lo profundamente humano que es. La tecnología no ha creado este miedo, lo ha amplificado. Porque, seamos honestos, siempre hemos tenido miedo al vacío. Antes de los teléfonos, llenábamos esos momentos de otra manera: con cigarrillos, con una revista, o simplemente mirando al vacío y esperando que el tiempo pasara rápido. Lo que la tecnología ha hecho es darnos una distracción tan eficaz que ya ni siquiera notamos lo incómodo que es quedarnos solos, aunque sea por un instante.
Mientras observaba a las parejas en el restaurante, me di cuenta de que ese pequeño gesto de sacar el teléfono al instante habla de algo más grande. Habla de la dificultad para estar presente en la relación, para lidiar con los micro silencios que, en realidad, son parte de cualquier vínculo humano. Porque, en lugar de esperar a que la otra persona vuelva a la mesa y retomar la conversación, preferimos la compañía de la pantalla. ¿Qué dice eso sobre nuestras relaciones?
Nos hemos acostumbrado a la inmediatez, a la gratificación instantánea, y las relaciones humanas, con sus tiempos lentos, sus pausas incómodas, se sienten fuera de lugar en este ritmo frenético que hemos adoptado. Y claro, cuando nuestras relaciones empiezan a competir con nuestros teléfonos, es casi seguro quién va a ganar.
Y ahora me pregunto: ¿qué le está pasando realmente a esa persona que saca el teléfono al instante? Tal vez está buscando un escape, tal vez está tratando de evitar el desconcierto de estar solo, incluso por unos minutos. Pero lo más triste es que, al hacerlo, también está evitando lo que podría ser una oportunidad para estar presente en la relación. Para dejar que el silencio hable por un momento. Para aprender a estar cómodo con la incomodidad.
Pero, claro, hay algo muy lindo en la pantalla. Está ahí para salvarte del vacío, para evitar esos segundos de duda o aburrimiento. El teléfono no te cuestiona, no te mira a los ojos, no espera nada de vos. Es un refugio perfecto... y vacío. Lo más inquietante es que, a veces, ese refugio empieza a competir directamente con la conexión humana.
Y no es que la tecnología sea el villano de la historia, aunque a veces lo parezca. El problema no es el teléfono en sí, sino lo que revela de nosotros mismos. Lo usamos como una defensa, una barrera, algo que nos protege de ese silencio que tanto evitamos. Es una herramienta, pero una que estamos usando para no estar realmente presentes, ni con los demás ni con nosotros mismos.
Así que, la próxima vez que la silla enfrente se quede vacía por un rato, me voy a obligar a no sacar el teléfono. A sentarme, mirar alrededor, incluso sentir el vacío incómodo por unos segundos. Quizás descubra que, a pesar de todo, esos momentos sin una pantalla no son tan terribles. Y que, después de todo, estar presente, incluso en los silencios, es la verdadera conexión.