Desde hace un tiempo ya, y no desde esta aplastante derrota, al igual que en Hamlet, algo está podrido en el PJ. Un fantasma los atormenta y los consume: la duda del ser o no ser. Hay muertes que no ocurren de golpe, ocurren por desentendimiento. El peronismo no se suicidó, simplemente dejó de entender el siglo XXI. En su intento por seguir siendo el movimiento que hablaba en nombre del pueblo trabajador, terminó aferrado a una categoría de otro tiempo. Pasó de defender al trabajador a defender el salario, y esa diferencia mínima, semántica, casi burocrática, marca el verdadero “peronicidio”. No fue un crimen político, fue una desconexión cultural.
Defender el trabajo es una política. Defender el salario es una administración. En la primera hay creación, riesgo, negociación con el futuro. En la segunda hay contabilidad, reparto, nostalgia del Estado benefactor. El peronismo se enamoró de la administración de la escasez. Ya no promete ampliar la torta, apenas asegura que nadie se quede sin una migaja. Y mientras se aferra a la migaja, la sociedad argentina, más harta que ideológica, busca otra voz que le hable de expansión.
Por eso Milei, con su mezcla de carisma, delirio y cálculo, logró lo que parecía imposible. Logró volver a instalar un relato. En un país sin proyecto, él propuso uno, precario, voluntarista, mesiánico, pero proyecto al fin. Proyecto propio, original y autentico. El peronismo, en cambio, se volvió lo que Byung-Chul Han llamaría una “forma cansada”; una estructura que conserva el nombre, pero perdió la energía. Su lenguaje se volvió ruido. Su épica se transformó en trámite. El siglo XXI les habla en datos, redes y plataformas, pero ellos siguen respondiendo en boletines sindicales y aparatos territoriales.
El peronismo original había sido una especie de hostile takeover de las luchas obreras. Perón no inventó al trabajador, lo puso en un altar y construyó alrededor. Incorporó esa voz colectiva como quien adquiere una empresa en crisis para multiplicar su poder. Fue un movimiento de conquista simbólica. Le dio dignidad al trabajo, pero también lo utilizó como base accionaria para un proyecto político de Estado. Lo fascinante de aquel gesto fue su inteligencia estratégica de convertir el conflicto social en energía política. Lo trágico de hoy es que sus herederos ni siquiera salen a comprar acciones nuevas. Perdieron el instinto de expansión.
Y en ese vacío, el “peronicidio” se volvió inevitable. No lo mató la derecha, ni el mercado, ni los trolls. Lo mató su propio reflejo, su insistencia en hablarle a un país que ya no existe. La Argentina de 1945 tenía fábricas, sindicatos, obreros que podían identificarse como clase. La de 2025 tiene freelancers, monotributistas, desempleados intermitentes y microemprendedores. El trabajador ya no es un bloque, es una suma de soledades. Y el salario ya no es símbolo de dignidad, sino de supervivencia.
El peronismo nunca logró interpretar ese nuevo sujeto. Intentó cooptarlo con subsidios, retórica y programas, pero sin volver a ofrecerle un lugar en la construcción colectiva. Mientras tanto, la izquierda cultural tomó prestadas sus banderas, la justicia social, el antiimperialismo, la épica del débil, y las convirtió en identidad moral. Lo que para Perón había sido una jugada de poder, para sus herederos devino en gesto. Me tiento de definirlo como gesto meramente estético, postural. En el siglo XXI, la política se volvió performance, y el peronismo, que alguna vez fue el teatro del pueblo, quedó reducido a su utilería.
Por eso hoy su dirigencia parece una canasta de objetos perdidos: Grabois, Kicillof, Máximo, Rosenblat, Rebord, Tepp, Gildo, Cristina… nombres que orbitan entre la política, la cultura y, en algunos casos, el entretenimiento, el stream y el stand-up. Todos hablando un idioma que fue potente pero ya no tiene receptor. Más que representar a una generación representan una inercia. La del progresismo que confunde la indignación con la propuesta. Mientras ellos discuten el sentido de la resistencia, el país busca, desesperadamente o con fe ciega, una nueva forma de productividad.
El “peronicidio”, entonces, no es solo la muerte del peronismo es la agonía de una forma de entender la política como mediación. Su tragedia fue no advertir que la sociedad ya no quiere representantes, sino intérpretes. No busca que le gestionen el presente, sino que le traduzcan el caos. Milei entendió eso y en un país fatigado, ofreció una lectura. No importa si incompleta o, hasta falsa, lo que importa es que tiene sentido narrativo y poder de interpelar a la inercia y el desgano de la gente.
El peronismo, en cambio, se volvió literal. Ya no interpreta nada, contabiliza. Se convirtió en un Excel del Estado. Lo que antes era un movimiento con cuerpo, alma y calle, hoy es una lucha por integrar el organigrama del pasado. Y un organigrama no inspira a nadie.
Probablemente esa sea la enseñanza que deja esta elección. Que los pueblos no votan por lo que creen, sino por lo que quieren volver a creer. Y ahí, el peronismo se quedó sin mito. Sin relato, sin enemigo, sin utopía. Solo con la administración de un salario que ya ni alcanza para sostener su memoria.
El “peronicidio” no fue un acto violento, fue un lento proceso de olvido. No hay cadáver, solo vacío. Y en política, el vacío nunca dura mucho. Alguien, que sepa interpretar el silencio y la búsqueda, siempre lo ocupa. Milei lo hizo en el 2023 y salió a mostrar las garras en el 2025.