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19 de junio 2025 - 5:00hs

El 25 de noviembre de 2020, el mundo se conmovía con la muerte de Diego Armando Maradona. Durante ese año y el siguiente, el mundo atravesó su última gran pandemia provocada por la propagación del Covid-19, sin embargo, el exfutbolista de 60 años de edad fallecía producto de un deterioro generalizado de otras morbilidades que fue acumulando en su vertiginoso transitar.

Tengo muy presente aquel día, no porque fuera gran devoto del astro argentino, sino porque aquella noche visité a mis padres que hacía varias semanas que no conseguía hacerlo por los aislamientos preventivos. Para ese entonces, en Uruguay, había unos 80 casos activos. Conversamos con mi padre de lo relativo de la vida, de un ser que pudiendo haber tenido todo moría en estado de cuasi abandono, en soledad, a una edad relativamente temprana. Lo recuerdo con claridad, porque fue la última vez que lo vi. A los pocos días fue diagnosticado con Covid-19 y se lo llevó dos semanas después; el próximo 23 de junio cumpliría 70 años. Este Escenario2 es un recuerdo a parte de su esencia.

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Hace unos 20 años, me encontraba cursando mi MBA (máster en administración de empresas). Coincidió con que mi padre debía mudar su consultorio, debía salirse de una casa clínica que compartía con otros colegas y me pidió que le hiciera un proyecto básico para evaluar si podía afrontar, en solitario, el costo de un alquiler y funcionamiento.

En ese consultorio, básicamente atendería de forma descentralizada a los pacientes de una de las mutualistas más grandes del Uruguay. Intenté aplicar mis noveles conocimientos y creatividad emprendedora. Le devolví algo mucho más elaborado que un simple presupuesto de gastos. En mi proyecto, incluía la suspensión de algunos días programados que tenía de consulta y que ese tiempo lo utilizara para empezar a atender exclusivamente a pacientes de forma particular. Los llamé pacientes "A" y "B". Mi proyecto lograba rentabilizar con éxito las horas profesionales con una gran oportunidad de incrementar ingresos. Cuando se lo envié a mi padre, me felicitó por lo sólido pero me dijo que tenía un error de base insalvable. Él no tenía pacientes "A" y "B", solo tenía pacientes y me dijo que no era posible con los tiempos de espera existentes, dedicarle tiempo a una agenda de particulares.

Al tiempo, empecé a comprender que mi formación era incompleta. La toma de decisiones es un proceso mucho más complejo que las soluciones racionales sobre un dilema. Comprendí que el ser humano está atravesado por sus creencias, sesgos o valores y no solo por la pura razón. Para la academia, la toma de decisiones, en particular las económicas, ha sido objeto de estudio a lo largo del tiempo. Para la academia, las decisiones económicas también han sido objeto de debate.

Por mucho tiempo, se sostuvo la imagen del homo economicus, un individuo racional, calculador, maximizador de beneficios, al estilo de lo que enseñaban los manuales clásicos. Economistas como Gary Becker llevaron esta racionalidad aún más lejos, aplicándola a casi todo: desde la decisión de casarse, hasta la de tener hijos, como si cada acción humana fuera el resultado de un balance de costos y beneficios.

Pero luego vinieron otras voces. Herbert Simon habló de racionalidad limitada: los seres humanos decidimos con información incompleta, en contextos inciertos y con una capacidad cognitiva finita. No maximizamos, apenas satisfacemos.

Más cerca en el tiempo, los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky mostraron que nuestras decisiones están plagadas de atajos mentales, de heurísticas y de sesgos sistemáticos. Y más aún, Richard Thaler, uno de los padres de la economía del comportamiento, demostró que las emociones, las costumbres y hasta la manera en que se presenta una opción (el framing), pueden modificar radicalmente nuestras elecciones.

Entender todo eso no hace que decidir sea más fácil pero, al menos, nos invita a mirar nuestras propias decisiones –económicas o no– con más humildad. Al final, mi padre tenía razón: hay cosas que no se deciden con una planilla Excel. Mi padre operaba con una racionalidad diferente a la que yo había aprendido en las aulas. Sus decisiones económicas estaban filtradas por valores profundos sobre el servicio médico, la equidad en el acceso a la salud y su compromiso con una comunidad de pacientes que había construido durante décadas. No era irracional; era racional dentro de un marco de valores que trascendía la pura maximización de ingresos.

Hoy entiendo que nuestras decisiones económicas son un reflejo complejo de quiénes somos: nuestros valores, sesgos, limitaciones cognitivas y nuestras creencias sobre lo que constituye una vida bien vivida. La pregunta no es si nuestras decisiones son racionales o no, sino entender cuál es la racionalidad que las guía.

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