"Algo habrán hecho".
Es una frase corta, indeterminada, pero con un peso contundente. En la Argentina de los años 70, durante la dictadura militar, se usaba para referirse a aquellos que sufrían algún tipo de represión ilegal por parte del Estado.
La masacre de Sídney expone cómo la corrección política y la validación del discurso anti israelí crearon un "punto ciego" de seguridad que deja a los judíos —y a los valores occidentales— a merced del fanatismo islámico.
Es una frase corta, indeterminada, pero con un peso contundente. En la Argentina de los años 70, durante la dictadura militar, se usaba para referirse a aquellos que sufrían algún tipo de represión ilegal por parte del Estado.
Ante la brutalidad sin juicio previo, esas tres palabras servían para darle sentido al caos. "Algo habrán hecho" funcionaba como un amuleto de protección personal: si la víctima "algo había hecho", entonces yo, que no he hecho nada, estoy a salvo.
También era una forma de racionalizar el terror. Pensar que se podía convivir con una fuerza ilegal que actuaba arbitrariamente y con semejante capacidad de daño, desbordaba la tolerancia emocional de cualquier sociedad.
Esta reflexión, dolorosamente argentina pero universal, volvió a mi mente tras los sucesos del domingo en Australia, donde un grupo de familias de la comunidad judía celebraba las vísperas de Janucá hasta que la barbarie irrumpió de forma coordinada, con una logística que hiela la sangre.
Lo alarmante no es solo el acto terrorista en sí, sino la reacción posterior. Como un eco siniestro, empieza a escucharse un renovado "algo habrán hecho" ante cada ataque a miembros de la comunidad judía.
Lo que impera es la validación del terror mediante una causalidad forzada: eso les pasa porque serían culpables de los conflictos geopolíticos en Medio Oriente.
Así se les arranca su humanidad y se los convierte en símbolos sacrificables por una causa que, supuestamente, lo explica tanto como lo justifica.
Y esto no es solo responsabilidad del terrorismo. Basta escuchar los discursos habituales de gran parte de la clase dirigente europea y de quienes dirigen los organismos internacionales, como António Guterres.
Allí aparece, una y otra vez, la misma raíz discursiva: se insinúa que la culpa es de Israel y no de los perpetradores. Todos ellos, sumados al mundo académico universitario y al mainstream intelectual y cultural, han jugado con fuego. Pero aún no se queman. Al menos, no todavía.
Vivimos tiempos en los que el llamado "mundo woke" impuso una sensibilidad hipertrofiada: buscan y encuentran "discursos de odio" y "crueldad" en un pronombre mal usado o en una broma antigua.
Sin embargo, ante cacerías humanas literales, como la del 7 de octubre en Israel o esta masacre en Australia, el silencio es atronador o, peor aún, contextualizado.
Esa misma izquierda intelectual se ha llenado la boca con la idea de que las palabras crean realidades y establecen violencias. Y ahora, trágicamente, tienen razón. Tanta pasión persecutoria contra Israel, extendida sin pausa contra simples artistas en Eurovisión, equipos deportivos o universidades, ha tenido consecuencias concretas.
Tanto famoso gritando “desde el río hasta el mar” como si fuera una poesía —y no una invitación al exterminio— ha funcionado como una legitimación de la violencia. Al hacerlo, convalidan implícitamente que un niño en Sídney o un estudiante en Madrid son extensiones del ejército israelí.
El resultado es que han validado el discurso que responsabiliza a cualquier persona judía, en cualquier rincón del planeta, de lo que ocurre en la Franja de Gaza. Eso sí: de los terroristas de Hamas, ni noticias.
Australia, al igual que muchas democracias europeas, se jacta de sus eficientes sistemas de inteligencia.
Han convertido las políticas de control y la identificación temprana en una estrategia exitosa contra el delito, y también de control social.
Sin embargo, las imágenes de Bondi Beach desmienten el mito: dos forajidos fuertemente armados dispararon sin obstáculos durante diez minutos contra civiles desarmados. Diez minutos. Una eternidad en la era de la vigilancia total. ¿Cómo es posible esta falla garrafal?
La respuesta no es técnica, es moral. No pudieron preverlo porque no está en su dinámica decisional ni ideológica hacerlo.
Han creado un punto ciego donde la masacre es posible porque han decidido que la amenaza real no son los terroristas, sino las víctimas.
Pensemos en la caída de Saigón, en el final de la guerra de Vietnam. Cuando Estados Unidos se retiró y el comunismo avanzaba implacable, los derrotados soldados de Vietnam del Sur encontraron una última forma —desesperada pero efectiva— de eludir las represalias inmediatas: se quitaron la ropa de combate.
Sin ese uniforme, eran físicamente indistinguibles de sus vencedores, ya que la mayoría pertenecía al mismo grupo étnico. Podían fundirse en la masa, desaparecer en la multitud. Pero los judíos no pueden quitarse su uniforme.
No hay ropa que puedan tirar al suelo para dejar de ser quienes son. Son el blanco de un relato que no perdona su existencia. Y abrir esa puerta es, lisa y llanamente, reabrir la puerta del genocidio.
Cuando los gobiernos de Occidente coquetean con el antisemitismo o lo disfrazan de antisionismo, están marcando a ciudadanos que no tienen escapatoria.
Siempre que han arreciado los ataques contra los judíos, estos han sido solo el primer paso de una ofensiva mayor.
El antisemitismo funciona como una alarma temprana. ¿Por qué? Porque la tradición judeocristiana, junto con la filosofía griega y el derecho romano, constituyen el basamento fundamental del mundo occidental tal como lo conocemos.
Quien odia esa raíz, odia el árbol entero.
Si Occidente no entiende que defender a estos grupos es defenderse a sí mismo de la barbarie, pronto descubrirá que, en la selva, al final, todos seremos presas de los mismos depredadores.
Y si aceptamos que las víctimas "algo habrán hecho", estaremos abriendo la puerta para que los leones terminen de devorar lo que queda de nuestra civilización.
Una vez más.