El día había empezado como cualquier otro. Despertó antes del amanecer. Rezó en dirección a La Meca. Tomó en dos sorbos el café sin azúcar y dejó el sedimento terroso sobre el fondo de la taza. Fue hasta el punto de encuentro con los antropólogos que buscan desaparecidos de la dictadura. Llegó al batallón 14 y empezó a mover la retroexcavadora con la elegancia de quien lleva más de 30 años dominando el volante. Unas horas después, próximo a la oración del mediodía, los dientes de la pala que manejaba su compañero dejaron al descubierto la cal, barro, más cal y los primeros huesos cervicales. Se hizo silencio. La tierra habló.
Naser Alkasem escapó de la guerra en Siria y hace diez años encontró refugio en Uruguay. Pero a diferencia de la mayoría de los inmigrantes, en que la historia del país es aprendida a fuerza de libros y anécdotas, su trabajo es uno de los que permite escribir la historia. Estuvo presente —a los sumo a una distancia menor a cien metros— en los últimos tres hallazgos de restos de desaparecidos de la dictadura.
Cuando la antropóloga Alicia Lusiardo, coordinadora del equipo de investigadores, les explicaba a los periodistas los detalles del esqueleto encontrado el último día de julio —y cuya identidad aún se desconoce—, a su espalda, encima de la trinchera 892, con gorra clara y lentes oscuros, un hombre de 54 años, callado y rostro serio pensaba en el dolor. Imaginaba que es probable que en una, dos o tres décadas, otros Naser tengan que remover la tierra de su Siria natal en busca de los desaparecidos que viene dejando la guerra que estalló en la primavera árabe de hace 13 años.
El sirio que aprendió a compartir el mate
Deir Sharqy es una aldea al noroeste de Siria, tan pequeña que los habitantes se conocen entre sí. Por eso no fue extraño —mucho menos en una cultura que lo permite— que Naser les haya rogado a sus tíos que le dieran el visto bueno para casarse con su prima Fátima. Se había enamorado.
La suya era una vida como un sunita cualquiera en un país en que gobierna la minoría chiita, y en que los carteles de la ruta con la cara gigante del presidente recuerdan a cada paso quién manda allí.
Rezaba religiosamente las cinco oraciones diarias, cumplía con el ayuno durante el mes de ramadán, se deleitaba con el shawarma casero, y tomaba mate que no compartía. En Siria —el mayor comprador de yerba— se presta el agua caliente, pero cada uno consume de su mate.
En 2011 empezó la guerra. El ejército sirio inició los bombardeos que se escuchaban desde el pequeño pueblo. Menos de un año después, cuando había finalizado el rezo de media tarde, una bomba cayó en la colina frente a su casa, justo en el terreno en el que solían jugar a la pelota sus dos hijos más pequeños.
—Nos salvamos de milagro, así que dije “¡basta!”
0012741050.webp
Sirios emergen de una nube de polvo provocada por ataques aéreos a la ciudad de Damasco
AFP
La casa quedó destruida. Los dos hijos más grandes dejaron la universidad. Y, como más de tres millones de sirios en aquel momento —el doble ahora— empezaron el éxodo.
“Ellos pudieron escapar a tiempo, sino hubiesen muerto todos”, narró el periodista Darío Klein, quien acompañó a las familias en su viaje desde el Líbano —a donde habían escapado— hasta su refugio en Uruguay.
El costo de la paz
El aterrizaje en Montevideo fue un día templado de octubre de 2014, “bastante agradable” en comparación con las temperaturas extremas de las colinas sirias. Naser, Fatima, su decena de hijos y otras familias coterráneas eran focos de los flashes. Las agencias internacionales de noticias querían retratar esas caras de quienes habían escapado de la guerra más virulenta de comienzos de este siglo. Algunos lugareños, manijeados por algunos líderes de opinión, se quejaban de la ayuda estatal para estos extranjeros.
Y Naser, quien leía y escribía de derecha a izquierda, supo de inmediato que habían dos lenguajes universales: la sonrisa y el fútbol. Él, fanático de los partidos de la Champions y que de chico había soñado con ser jugador, tuvo claro que la paz es costosa.
20141009 Naser y sus hijos. Llegada de las primeras familias sirias a Uruguay, inmigrantes Sirios. Foto: Diego Battiste
Foto: Diego Battiste
—Fue dejar a mis padres muy mayores, a mis hermanos, buscar un trabajo distinto, no encontrar los condimentos habituales, aprender otro idioma y el rito de compartir el mate
No le fue sencillo. Al principio Naser se hacía llamar de cualquier forma, lo menos que quería era que lo descubriesen. Poco a poco fue recobrando la confianza. Hasta se animó a decir que Uruguay “es un país muy caro”, donde a los sirios como él les sigue figurando el lugar de nacimiento en el campo “nacionalidad” dentro del pasaporte. Pero no lo cambia “por nada”.
—Conocí gente muy buena, maravillosa. Dos de mis hijas estudian Medicina, otra Odontología, otro está a punto de recibirse de Administración de Empresas (aunque está sin trabajo), el más chico practica el fútbol en el contra-turno escolar y sueña con ser Vinicius Junior.
El gobierno de José Mujica había anunciado su intención de reasentar 120 refugiados que escaparon de la guerra en Siria. Pero solo se concretó la llegada de 42 personas —33 de ellos niños o adolescentes— distribuidos en cinco familias.
Naser fue uno de los últimos en conseguir trabajo. Jimena Fernández, una de las coordinadora del programa de reasentamiento y que también trabajó en la Secretaría de Derechos Humanos que oficializó 197 desaparecidos en la dictadura de Uruguay, le hizo el puente para "una changa" que devino en oficio: maquinista del grupo de antropólogos forenses.
Los desaparecidos que se buscan
En el islam, a los fallecidos se los sepulta sin ataúd, en contacto directo con la tierra. La naturaleza es un valor en sí mismo. Ya lo dice el Corán: “Sea toda la tierra mezquita”.
Naser ve en la tierra de los batallones militares de Uruguay algo más que el pan de cada día. Siente que su trabajo —por más que “es rutina”— logra “traerle felicidad a las familias”.
Es de hablar poco. Sus compañeros lo saben. En invierno, aprovecha la hora del almuerzo para cumplir con el rezo y compartir unos mates. Luego se sube a la maquina y la hace bailar: sube, baja, izquierda, derecha.
Cada pasada de la máquina, puede ser una sorpresa. Naser va a su trabajo sin saber qué se irá a encontrar. Recorre hectáreas de tierra en las que, muy probablemente, hayan otros desaparecidos esperando por salir a la intemperie.
Él lo sabe: "los pueblos no solo necesitan paz, también necesitan verdad".