Estilo de vida > Comportamiento

¿Sin aparato auditivo? Entonces no hay matrimonio

Después de más de cinco décadas juntos, la falta de comunicación provoca un hogar dividido y un “divorcio gris”
Tiempo de lectura: -'
15 de diciembre de 2019 a las 05:00

Por Tina Welling

The New York Times Service

 

Quién celebra el aniversario número 52 de su boda y comienza los trámites del divorcio seis meses más tarde? Yo, al parecer.
Y no soy la única. La tasa de divorcios entre personas de 50 años en adelante se ha duplicado a lo largo de las últimas décadas y ha sido más del doble para quienes tienen 65 años o más. Este fenómeno incluso tiene nombre: “divorcio gris”.

Mi esposo y yo teníamos setenta y tantos, y vivíamos en Jackson, Wyoming, donde teníamos una vida juntos. Nuestra separación comenzó una noche de sábado en la que salimos a cenar.

La noche había comenzado bien: estábamos en un entorno distinto, arreglados y sintiéndonos especialmente complacidos con nuestros planes, así que me pareció un buen momento para preguntarle: “¿Eres feliz actualmente? ¿Qué te parece importante últimamente?”.

Me había preparado para hacer que fluyera la conversación, porque ya conocía ese viejo chiste: “¿Cómo distingues a una pareja de casados que salió a cenar?”. “No tienen nada de que hablar”.

Mi esposo me dijo que estaba feliz, pero lo que le parecía importante anulaba gran parte de lo que aún teníamos en común. En nuestra vida lo único que nos unía era el amor de nuestra familia e intercambiar charlas sobre cómo nos fue en el día. Y las conversaciones nos parecían cada vez más frustrantes debido a la dificultad auditiva de mi esposo.

Durante un par de años había planeado vender su motocicleta y usar ese dinero para comprar aparatos auditivos, pero, aunque no se había subido a la moto en los últimos dos veranos, no lo había cumplido.

Esa noche se me acabaron las preguntas antes de que siquiera llegaran nuestras ensaladas. Me quedé perpleja por la cantidad de veces que había tenido que repetir lo que dije. Por fin le pregunté: 

–¿Qué preferirías tener: aparatos auditivos o una motocicleta?
–Definitivamente una motocicleta.

Ya sabía cuál era la respuesta, aunque había estado en negación al respecto. No obstante, me sorprendió lo que ocurrió a continuación: dentro de mí se despertó la conciencia de que ya habíamos llegado al final de esta etapa de nuestra relación. Habíamos completado nuestro matrimonio, llegado al punto máximo de nuestra relación. Entendí con plena claridad lo mucho que me había resistido a esa verdad.

Era difícil expresar ese sentimiento con palabras, porque las palabras no tenían nada que ver con eso. No había pensado en los pros y contras, no quería discutir ni estaba enojada. Solo tenía la sensación en todo mi cuerpo de que habíamos terminado.

Se me hizo un nudo en la garganta. Lo conocí cuando tenía 17 años y era una estudiante de primer año de universidad que usaba medias hasta la rodilla y faldas tableadas. Él era el hombre misterioso del campus, un artista, practicaba salto en paracaídas y era un poco mayor que yo y mis amigos.

Nuestro comienzo también había tenido lugar en un comedor. Mientras estaba sentada en una mesa con mis amigas, me quedé viendo su reflejo en una ventana al otro lado del lugar. Me tomó un minuto darme cuenta de que él también me estaba viendo por el reflejo de la ventana. Nos sonreímos.

Décadas más tarde y a miles de kilómetros de nuestro coqueteo universitario, nuestra cena había llegado, y yo apenas podía tragar mi comida tras el nudo de mi garganta. Hubo un momento en que tuve que controlarme para no dejar caer mi cara sobre la mesa y sollozar, manchando todo el mantel blanco de rímel y labial rosa. Me entristecía todo lo que había esperado de este matrimonio, toda la intimidad y las cosas compartidas que imaginé que eran posibles pero no habíamos logrado, y ahora sabía que jamás lo haríamos.

Recordé otra comida en un restaurante 20 años atrás, una cena en Florida con mis padres, que en ese entonces también habían estado casados más de 50 años. Mi madre sufría una etapa avanzada de alzhéimer, pero mi padre le había puesto rubor en las mejillas y la había peinado para que saliéramos. Me senté al lado de mi madre en un gabinete, mi padre estaba frente a nosotras. Tomó la mano de mi madre y dijo: “Somos compañeros, ¿no?”.

Mi mamá no pudo responder, y a mí se me salieron las lágrimas.

Su comentario reveló una verdad que iba mucho más allá de lo que quiso decir, aunque no era una idea que pudiera decir en voz alta cómodamente. Mi madre había querido toda la atención de mi padre más que cualquier otra cosa en la vida, y jamás sintió que la recibiera. Y mi padre, que consideraba su papel de sostén de la casa con toda su razón de ser, rara vez le había dado toda su atención.

Ahora la tenía desde el momento en que le cepillaba los dientes por la mañana hasta que la cobijaba en la cama por las noches. Mi padre estaba tan afectado por el padecimiento de mi madre que lloraba a moco tendido y a menudo la abrazaba a ella y a mí. El hombre que antes salía de la habitación corriendo si me ponía emotiva y me daba una palmadita en la espalda para demostrar físicamente su cariño, ahora rebosaba de emociones y no tenía problemas para demostrarlo.

En efecto, eran compañeros en su matrimonio. Uno ayudaba al otro de maneras misteriosas para que ambos recibieran lo que los satisfacía. Ese era mi modelo a seguir, lo que significaba un matrimonio en su sentido más místico. Los compañeros son dos personas que comparten la experiencia de convertirse en la versión más completa de ellos mismos.

Había esperado escuchar de mi esposo una respuesta que nos uniera. En vez de eso, dijo: “Una motocicleta, definitivamente”.

Mientras estaba sentada frente a él, picando mi comida con el tenedor, me pregunté si había vivido ese compañerismo en mi matrimonio. Sin duda, había encontrado mi identidad completa, a diferencia de aquella chica de medias a la rodilla. Durante nuestros primeros años juntos, había dependido de mi esposo por ser un hombre mucho más experimentado en el mundo que yo.

A pesar de algunos retos, había madurado, me había convertido en madre, emprendedora y autora, todo con el compañerismo de nuestra relación y con el apoyo de ese hombre. A cambio, yo lo había apoyado en sus proyectos artísticos y en el pequeño negocio que habíamos emprendido juntos, una tienda minorista en la base del complejo de esquí en Jackson.

Ahora habíamos llegado al fin de todo lo que lograríamos mediante ese intercambio.

Esa noche, no hablé de lo que ahora entendía sobre el estado de nuestra relación, ni tampoco en los días posteriores. Decidí que viviría con ese nuevo entendimiento mientras analizaba mis pensamientos y emociones. Hablaría de eso con mi esposo el miércoles.

El martes, me propuse llamar para hacer una cita con un abogado, porque sabía que, si no podía hacer eso, no podría continuar con lo demás en absoluto. Después de esperar demasiado, llamé justo antes de la hora de cierre del despacho.
Contestó la asistente jurídica de la oficina. 

–¿De qué le gustaría hablar con el abogado? –preguntó.

Ahora debía decir la palabra divorcio en voz alta. Tartamudeé.

–¿Cuánto tiempo ha estado casada?
–Cincuenta y dos años.

Se le entrecortó la voz, y después se recuperó. La voz de mi alma también se había entrecortado.

Antes del miércoles, también había imaginado cómo sería una separación considerada y cordial. Aunque habíamos completado la etapa del matrimonio de nuestra relación, yo tenía la intención de amarlo y respetarlo hasta que la muerte nos separara, así que abordé el tema desde esa perspectiva.

Después nos sentamos juntos. Puso su brazo sobre mis hombros y tomó con su mano la mía, mientras arreglábamos los asuntos prácticos. Sugerí que conserváramos la casa y viviéramos ahí juntos, lo cual tenía mucho sentido. A ambos nos encantaba la casa y el vecindario, así que decidimos que dividiríamos la casa en dos apartamentos y reorganizaríamos la manera en que usábamos algunas habitaciones. Llamaríamos a un contratista para llevar a cabo los ajustes necesarios y dividiríamos los trastes y la vajilla de plata.

Tres años después, ya teníamos habitaciones, baños, cocinas, salas, estudios, jardines y pórticos separados. Uno de mis amigos dijo que era “una solución elegante”. Nos sentíamos bien con la decisión. De vez en cuando paseamos a nuestros perros juntos a lo largo del río Snake. A veces salimos a desayunar. Compartimos el periódico y las sandías, y celebramos nuestros cumpleaños y las festividades.

La gente se ha preguntado en voz alta: ¿por qué divorciarse?

A mí me parecía honesto llamar nuestro arreglo por su nombre. Ya no era un matrimonio ni éramos compañeros. El divorcio permitía establecer los límites necesarios y evitaba que tuviéramos expectativas. Durante toda nuestra relación, mi intención había sido disminuir la discordia y aumentar la armonía, y el nuevo arreglo físico y la estructura legal mejoraban las probabilidades de disfrutar este éxito.

Aunque viví momentos de tristeza durante los días que pasaron tras nuestra decisión, también sentí mucho alivio. Ya no me resistía a las realidades divergentes de amar a un compañero de vida sin ser compañeros en la vida.

Más que un divorcio amistoso, el nuestro fue un divorcio amoroso. Libres de las expectativas, las rutinas y el bagaje del matrimonio, podemos ser amigos.

Y si alguna vez nos necesitamos, todo lo que tenemos que hacer es ir a la puerta de al lado y tocar. 

Comentarios

Registrate gratis y seguí navegando.

¿Ya estás registrado? iniciá sesión aquí.

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 345 / mes

Elegí tu plan

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Te quedan 3 notas gratuitas.

Accedé ilimitado desde US$ 345 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 345 / mes

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Elegí tu plan y accedé sin límites.

Ver planes

Contenido exclusivo de

Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.

Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá

Cargando...