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Apriete diplomático: Trump busca la caída de Erdogan en Turquía

Lo que busca Washington es la caída del presidente turco Recep Tayyip Erdogan por su vínculo con Vladímir Putin y su línea propia respecto a temas sensibles
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18 de agosto de 2018 a las 05:00
Cuando en los medios de comunicación se analizan las razones de la crisis diplomática entre Washington y Turquía, se arriba prácticamente a las mismas conclusiones; y hasta la fraseología pareciera variar poco: "la deriva autoritaria" del presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan; el abultado gasto público de su "gobierno populista", que ha debilitado la economía del país al punto de que su moneda se desplome con un tuit de Donald Trump; su "poder absoluto", la "sultanización" de su gobierno, etcétera. Los discursos están bien para los políticos y sus plenipotenciarios. Pero el periodismo, en tanto información y conversación entre hombres libres observadores de la realidad, guardadas las debidas distancias con el poder, debe aspirar a una toma un poco más abierta de la foto, en vez de repetir verdades indiscutibles sobre los sucesos de la actualidad.

Y en las pugnas geoestratégicas de las grandes potencias, como en la formación de icebergs, la parte más importante, y también la más funesta, es a menudo la que no se ve. El mundo se sorprendió con las severas medidas de Trump contra el gobierno de Erdoğan y sus inmediatas consecuencias en la economía turca. Pero ningún observador realmente atento puede llamarse a sorpresa. Era más bien high noon (la hora señalada), como en la película de Gary Cooper.

Al margen de los atropellos de Erdoğan en su país y de los imponderables que cada tanto Trump se saca de la galera, el establishment de la política exterior de Washington, dominado desde hace tiempo por los neoconservadores, buscaba pasarle factura al presidente turco por su acercamiento con Vladímir Putin.

Hacía meses que venían cabildeando a la Casa Blanca, desde los think tanks que orbitan alrededor del poder de Foggy Botton y los despachos de los senadores con influencia en la política exterior, para que le ajustara la golilla al turco por andar navegando con bandera propia, haciendo caso omiso de la línea que baja de la OTAN, deteniendo a ciudadanos estadounidenses que el gobierno de Ankara acusa de conspirar en su contra, estrechando lazos con el Kremlin y hasta planeando comprarles a los rusos un sistema de misiles balísticos.


En ese empeño, los ideólogos "neocon" habían detectado las vulnerabilidades de la economía turca —entre las que la debilidad de la lira es apenas una muestra— y hacia allí apuntaban sus baterías. "El gobierno de Estados Unidos ha estado sentado calladamente con una escalera real en la mano, durante un año haciendo arduos esfuerzos por mejorar las relaciones, ofreciendo (a Turquía)zanahorias diplomáticas en lugar de darle un palazo económico", decía el artículo central en la última edición de la revista Foreign Affairs, la publicación más influyente en la política exterior y la inteligencia estadounidense, órgano del poderoso Council on Foreign Relations, y en cuyas páginas escriben todas las firmas que tienen o han tenido algo que ver con la política geoestratégica de Washington. El artículo adelantaba con lujo de detalles la decisión tomada dos semanas después por la administración Trump y sus motivaciones. En 2016 la misma revista había anticipado, con el mismo grado de detalle y la misma cantidad de días antes de los hechos, el golpe fallido contra Erdoğan que empezó a agriar sus relaciones con Washington de un modo disolvente.

La presión de los think tanks y de las agencias de inteligencia por darle "un palazo económico" a Erdoğan se combinó todos estos meses con un desfile de legisladores de ambos partidos pidiendo sanciones contra el gobierno turco en el Capitolio, donde el pasado octubre aprobaron la prohibición de visados a Turquía, en represalia por "la detención ilegal de ciudadanos estadounidenses". A los pocos meses, el entonces secretario de Estado Rex Tillerson (un moderado que proviene del mundo de los negocios y que nunca ha integrado el círculo rojo de neoconservadores de la política exterior) les pidió tiempo a los senadores para resolver los diferendos con Erdoğan por la vía diplomática. Los legisladores accedieron, levantaron las restricciones de visas; y pronto cesaron los reclamos contra el gobierno turco en las sesiones del Congreso.

Pero apenas tres meses después, en mayo, Tillerson fue relevado al frente del Departamento de Estado por el exdirector de la CIA, Mike Pompeo, una concesión de Trump al ineludible poder de los neocon en Washington. Inmediatamente se redoblaron las acciones contra Erdoğan en el Senado. Y el pasado 29 de junio, senadores demócratas y republicanos visitaron al líder turco en Ankara y le advirtieron de las consecuencias si no liberaba a los prisioneros estadounidenses, a los que Erdoğan acusa de espionaje, y de conspirar para derrocarlo en contubernio con Fethulá Gülen, el poderosísimo clérigo musulmán turco que se refugia en las montañas de Pensilvania y por quien el gobierno turco viene pidiendo en vano la extradición a Washington desde el golpe fallido de 2016.

A todo esto, Trump, fiel a su estilo descuidado de los poderes del establishment, y más preocupado por contestar acusaciones de actrices porno, exfiguras de reality shows y otros escándalos que lo asedian, se mantenía al margen de las escaramuzas con Erdoğan. Antes bien, el presidente parecía querer mejorar las relaciones con el líder turco, que habían quedado seriamente lesionadas con la administración de Barack Obama tras el golpe frustrado en Turquía. En abril del año pasado, Trump había felicitado a Erdoğan por su victoria en el referéndum sobre la polémica reforma constitucional que impulsó. Un mes después lo recibió en la Casa Blanca. Nunca le prodigó al mandatario turco los groseros dardos retóricos y vituperios que a veces tiene para sus más odiados adversarios. Y no hacía ni dos meses que otra vez lo había llamado para felicitarlo por su reelección a fines de junio. Porque más allá del innegable signo autoritario del gobierno de Erdoğan, sus purgas y su violenta represión interna, tampoco se puede negar que hace años que viene arrasando en las urnas elección tras elección. Y eso también es parte de la democracia que desde Occidente se le exige a Turquía como miembro de la OTAN. No se puede pretender que en un país con 99% de fieles musulmanes gane las elecciones un liberal secular criado en los boarding schools de Inglaterra y graduado de Harvard.

Pero hete aquí que entre los prisioneros estadounideses que mantiene Erdoğan se encuentra el pastor evangélico Andrew Brunson, la verdadera piedra de la discordia en esta crisis diplomática entre Washington y Ankara, y a quien el gobierno turco acusa de espionaje y vinculaciones con el terrorismo; pero que para la derecha cristiana de Estados Unidos se ha vuelto una especia de mártir.

Y tóquele usted a Trump cualquier cosa; pero no le vaya a tocar a los evangélicos, que en 2016 lo votaron en masa y desde los estados religiosos del sur lo llevaron a la Casa Blanca a caballo de una Biblia de cuyos preceptos, uno pensaría, el magnate neoyorquino devenido en presidente no ha de ser precisamente muy observante. El vicepresidente, Mike Pence, su cable a tierra con los pedidos e inquietudes de la comunidad evangélica, empezó entonces a reclamar por el caso de Brunson, de lo que pronto se hizo eco el presidente. Y se empezaron a redoblar las presiones sobre Ankara.

Cuando el 25 de julio el gobierno turco dispuso el arresto domiciliario de Brunson en lugar de su liberación, la suerte estaba echada para Erdoğan. Tanto Trump como Pence tuitearon su descontento amenazando con sanciones económicas; e inmediatamente la aceitada maquinaria de política exterior se puso en funcionamiento aprobando restricciones a la deuda turca en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado.


El resto lo vimos por televisión: la escalada de aranceles impuestos al acero y aluminio turcos que precipitó el histórico desplome de la lira, y la crisis internacional que desató el choque de trenes con un aliado de la relevancia estratégica de Turquía para los países de la OTAN.

Cuesta trabajo pensar en una peor manera de manejar la política exterior de un país, ya no se diga de la primera potencia. A Turquía ya la habían dejado sola las potencias occidentales tras haberla embarcado en la destroza guerra siria. Con tal de ver caer al régimen de Bashar al Asad, Washington y sus aliados propiciaron hasta la monstruosidad del Estado Islámico, armado y financiado por Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo; y permitido por Erdoğan, que les comercializaba a los dementes del califato el crudo que extraían de los pozos petroleros que controlaban.

El líder turco creía que así saldría a la postre victorioso sobre el frente chiita que, liderado por Irán, apoyaba a Asad; y que luego llegaría a un eventual acuerdo con Washington para contener a las milicias kurdas. Pero la entrada de Rusia en el conflicto, forzó a la OTAN a replegarse. Pronto la derrota del Estado Islámico y el triunfo del eje Moscú-Damasco-Teherán dejaron a Erdoğan en offside, teniendo además que hacer frente solo a la más trágica consecuencia del caos que le dejaron sus aliados en la región y que ahora le pedían que les taponeara: la sangría migratoria, que como un volcán en erupción despedía poblaciones enteras hacia Europa huyendo de la barbarie yihadista.

Todo esto y las tensiones con el gobierno de Obama llevaron a Erdoğan a hacer las paces con Putin, que esperó su momento para recibirlo en la cima de su influencia renovada en Medio Oriente. Luego las buenas relaciones con Trump parecieron marcar el retorno de Erdoğan al ruedo de Estados Unidos.

Ahora es imposible siquiera pensarlo. De todos modos, no es eso lo que esperan en el disparatario en que se ha convertido la política exterior de Washington. Allí lo que siguen esperando es la caída del presidente turco.

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