Nacional

Aquel amargo febrero de 1973

El golpe de Estado de 1973 comenzó a realizarse en febrero. El sistema democrático padeció la suerte de la mujer de la copla: entre todos la mataron, y ella sola se murió
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11 de abril de 2011 a las 19:03

Artículo publicado en el Suplemento Fin de Semana. Edición del 2/2/2003

El marco. Un viejo dicho popular afirma que en este país "en verano no pasa nada", pero la historia lo desmiente. En verano han sucedido algunas de las mayores convulsiones de la sociedad oriental. Un 28 de febrero de 1811 Pedro Viera y Venancio Benavídez proclamaban, en el arroyo Asencio, el comienzo de la revolución anticolonial. En febrero de 1843 Manuel Oribe sitió Montevideo y dio comienzo a la etapa más larga de la Guerra Grande; la numantina defensa de Paysandú se desarrolló en diciembre de 1864 y culminó un asfixiante 2 de enero de 1865. El día más sangriento de la historia oriental fue el 19 de febrero de 1868, cuando cayeron asesinados Venancio Flores y Bernardo P. Berro en medio de la epidemia de fiebre amarilla y el horror de la Némesis desatada. Un 18 de febrero de 1872 el caudillo blanco Timoteo Aparicio inició la Revolución de las Lanzas. El llamado Motín de la Plaza Matriz, que comenzó con un asalto a la urna de votación colocada ante la catedral y culminó en el golpe militar de Lorenzo Latorre se produjo durante el mes de enero de 1875 y un 24 de febrero de ese mismo año algunas de las principales figuras de la oposición fueron deportadas en la barca Puig. En enero de 1904 se inició la última revolución blanca de Aparicio Saravia, y el presidente Alfredo Baldomir dio un golpe de Estado que disolvió el Parlamento un 3 de febrero de 1942. Vaya si pasan cosas en el verano de estas tierras del sur.

Ese confuso panorama, atravesado por la rispidez del clima de guerra fría contenía ya, claramente esbozado, el anuncio del inminente advenimiento de las dictaduras de la "seguridad nacional", que convertirían a América Latina en una federación de estados policiales. En medios de la intelectualidad predominaba la teoría de la dependencia, creación de la Cepal y del intelectual brasileño Fernando Henrique Cardoso, que atribuía los graves males del subcontinente a la acción del imperialismo estadounidense y su explotación de los pueblos. La voz de Daniel Viglietti resonaba en las radios cantando los versos de Jorge Salerno:

En Uruguay. Entonces eran muy pocos los que consideraban a la democracia representativa como el valor esencial a defender. Los principales sectores de la izquierda política se definían como demócratas, pero su preocupación esencial se situaba en el antimperialismo y la lucha por la "segunda independencia", lo que los llevaba a mirar con buenos ojos no sólo al régimen cubano, sino también a los dictadores izquierdistas o a los países del "socialismo real". Los más radicales aún defendían la validez de la lucha armada (abruptamente detenida en Uruguay tras la derrota que las Fuerzas Armadas propinaran a los Tupamaros en 1972) y se referían con desprecio a la "democracia burguesa", a la que atribuían exclusivamente un valor formal. Una derecha también radicalizada hablaba constantemente de la necesidad de defender la democracia, pero su horror al comunismo llevaba a algunos sectores hacia posturas asimilables al totalitarismo de raíz fascista (la Juventud Uruguaya de Pie, la organización Tradición, Familia y Propiedad). Otros, sólo un poco más moderados, rodeaban la figura carismática de Jorge Pacheco Areco, el presidente que "se había puesto los pantalones" y había defendido al sistema democrático al tiempo que lo vaciaba de contenido. El Ejército, muy ideologizado, pedía presencia en la política nacional y una mayoría dentro del mismo se adhería a las tesis de la seguridad del Estado, según la cual la tercera guerra mundial ya había comenzado y los grupos de izquierda eran, en su conjunto, quintacolumna del enemigo -el comunismo- dentro de fronteras. Pero se comentaba que había oficiales nacionalistas y se hablaba de un sector "peruanista" cuya existencia nunca pudo ser probada, pero en la cual muchos creían. "La lucha de clases -decían algunos marxistas- no se detiene en la puerta de los cuarteles".

Existía en el país la fuerte sensación de que se estaba al borde de cambios decisivos que alterarían profunda y definitivamente la suerte del país, del continente y del mundo. Mussolini hubiera hablado, sin duda, de un tiempo de "alta tensión ideal", en el que la palabra mágica era "revolución" y el tema esencial de la libertad se había erigido en una entelequia filosófica más que en la defensa de las insti

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