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Brasil, luces y sombras de una disputa anunciada

En Brasil no existe una clara polarización entre petismo y antipetismo, sino ese escenario fue creado por las narrativas políticas que diseñaron un país dividido en dos.
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01 de noviembre de 2018 a las 05:00

Por Carlos A. Gadea* 

En el segundo turno de las elecciones presidenciales en Brasil, de un total de 147 millones de electores, 31 millones se abstuvieron y 11 votaron en blanco o anulado. Es decir, que 42 millones de brasileños no votaron ni a Fernando Haddad (PT), ni a Jair Bolsonaro (PSL). Bolsonaro recibió 57 millones de votos, y Haddad obtuvo 47 millones de adhesiones, tan solo 5 más que la suma de las abstenciones, los votos blancos y los anulados. Por lo tanto, la decisión estrictamente racional de abstención al voto, de anularlo o de votar en blanco ha sido muy significativa. Ha habido una toma de decisión y una elección concreta entre aquellos que se negaron a participar o elegir entre candidatos escogidos por la coyuntura histórica y electoral del país.

Por eso, es cuestionable la tesis de que Brasil se encuentre dividido en dos partes perfectamente identificables, y que esté sometido a una férrea polarización política: el petismo o lulismo, por un lado, y el antipetismo, por el otro. Lo que hay es un comportamiento político y electoral fracturado en 3 partes. No se puede, a priori, conocer las motivaciones de los electores que no votaron por ninguno de los dos candidatos; no obstante, se puede partir de la idea de que el fervor colectivo construido en torno de esa polarización no fue suficiente combustible para motivarlos. Por otro lado, en la segunda vuelta, la opción por uno de los dos candidatos puede representar una simple adhesión contingente, sin necesariamente tornan al votante en un integrante de las filas políticas del petismo o del antipetismo. Se presume, por ejemplo, que en los votos a Haddad, más que una afinidad al lulismo o petismo existía un rechazo a Bolsonaro y a lo que este representaba. Se tiende a creer, entonces, que la polarización, en términos cuantitativos, es aún menor a la hora de contabilizar ciudadanos brasileños que habrían embarcado en la defensa del ciclo político lulista o petista.

De la misma manera, de los 57 millones de adhesiones a Bolsonaro, no necesariamente el total de los votantes habrían sido fieles a sus discursos, dichos y pensamientos. Bolsonaro canalizó, fundamentalmente, un intenso antipetismo presente en ciertas franjas de la población. Es decir, que considerando lo expuesto, no se puede afirmar que el país realizó un giro a la derecha de manera rápida y fatal. Se relativiza que los brasileños despertaron, de un día para el otro, políticamente de derecha, conservadores o fascistas. Ante este panorama, algunas reflexiones podrían esclarecer el panorama:

En primer lugar, no existe una clara polarización entre petismo o lulismo y antipetismo. Este es un escenario creado artificialmente por narrativas políticas que diseñaron, desde hace años, un país dividido en dos partes (por ejemplo, nosotros contra ellos, elite contra el pueblo), es una fase populista del discurso político. Y quien no se habría “encuadrado” sería definido como fascista o de derecha. De igual forma, para el otro polo, si no se votase a “la derecha”, el riesgo sería ser definido como petista, de izquierda. Por lo tanto, la narrativa de la polarización ha tenido un poder tal que no únicamente construye “lo político”, sino también subjetividades.

En segundo lugar, Brasil no es más conservador en sus costumbres, su cultura y pensamiento de lo que era una década atrás. Si muchos se sorprendieron con la escena del presidente electo, Jair Bolsonaro, rezando junto al pastor y ex senador Magno Malta, y pensaron que se estaría ingresando en una especie de “gobierno teocrático”, es porque no recuerdan las fotos de este mismo senador abrazado a Lula o de la mando con la ex presidenta Dilma Rousseff. Las iglesias evangélicas cumplieron un papel fundamental en el diálogo y contacto con las regiones más empobrecidas durante el ciclo lulista (2003-2015), y le ayudaron en la conquista del voto en sucesivas elecciones, apoyando además el programa de transferencia de renta, Bolsa Familia, que fue fundamental en la contención de la pobreza. Por ello, Bolsonaro en cierto momento tomó una posición favorable a su continuación en un eventual gobierno, en un claro movimiento electoral.

Sin embargo, fue la “agenda identitária”, fundamentalmente desde el año 2008, con aspectos como la legalización del aborto o el casamiento gay, lo que había comenzado a erosionar la relación con estas iglesias, llevando al lulismo o petismo a perder terreno cultural, en algunos casos, de manera irreversible. Esto explica, en parte, la migración de muchas iglesias de este tipo hacia otras filas políticas y el abandono de la narrativa petista de inclusión social de los años 2000. Por lo tanto, más allá de la importancia que tiene la presencia de la religiosidad en los discursos del presidente electo, estas iglesias ya habían penetrado el tejido social entre la población más pobre, que anteriormente había engrosando el voto petista.

En tercer lugar, la agenda verdaderamente conservadora de la mayoría de los votantes de Bolsonaro (y dudo que algunos que lo terminaron votando estén plenamente convencidos) está vinculada a la agenda de la flexibilización del uso de armas de fuego, la reducción de la mayoridad penal (en contra del conocimiento acumulado sobre lo contraproducente de estas medidas) y la percepción de las políticas educativas existentes en el país.

En cuarto lugar, Bolsonaro ganó a pesar del propio Bolsonaro, ya que la polarización política lo terminó escogiendo como antagónico al status quo diseñado desde la redemocratización política en los años 1980. Si bien no es verdaderamente un outsider, el electorado así lo quiso percibir. Y su limitada aparición en público, limitándose a ocupar las redes sociales y a comunicarse a través de frases aisladas en plataformas digitales, terminó jugando a su favor. Por momentos inyectaba ciertas dosis de radicalismo ultraderechista, dirigido a su núcleo duro de seguidores virtuales, para quienes todo parecía un simple juego. Las frustraciones individuales encontraron eco en vibraciones colectivas de discursos inflamados por la intolerancia y la falta de respeto por el otro. Finalmente, lo que inicialmente parecía un capítulo de la serie de ficción Black Mirror, las fake news lo convirtieron en real.

Como última reflexión, existe entre los brasileños una especie de consenso de que no se ha conocido en la historia una campaña electoral más tensa y, paradójicamente, más tibia que la vivida recientemente. Faltando diez días, nadie quería hablar más de elecciones y política. El cansancio y la indiferencia había invadido a la mayoría de los ciudadanos, y si no que lo digan los 42 millones de brasileños que se abstuvieron de apoyar a alguno de los candidatos. Esta disputa electoral anunciada hasta el hartazgo, como acontecimiento ya se había producido. Es la precesión de los simulacros, como decía Jean Baudrillard.

* Carlos A. Gadea, es uruguayo, reside en Brasil y es Doctor en Sociología Política, con Posdoctorado en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Miami. Recientemente profesor visitante en la Universidad de Leipzig, Alemania. Actualmente es profesor e investigador del Programa de Posgrado en Ciencias Sociales de la Unisinos, Brasil.

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